Antes de la pandemia solían hacer encuestas sobre si nos sentimos vascos, navarros, españoles, e incluso acerca del orden y la gradación en ese sentimiento: más o menos de un sitio, menos o más de otro. Y atendiendo a los resultados se encendían tertulias y apagaban utopías. A menudo, entre foráneos quisquillosos, surgía el debate y no había forma de escaquearse. Tan terca curiosidad recordaba a la de aquellos inquisidores de Belfast, que al preguntar a un paisano por su religión y este responder que era ateo, insistían: “Vale, ateo, de acuerdo, pero ¿ateo católico o ateo protestante?”. El afán por estabularnos puede, sí, agotar y aburrir, como si de tanto frotar el ombligo tomara la forma de un bostezo. Herta Müller, rumana de lengua alemana, cansada de que le cuestionaran qué era, lo aclaró de un modo evangélico tras recibir el Nobel de Literatura: “Yo soy la persona que soy”.

Otros se bautizan apátridas o ciudadanos del mundo, casi siempre gente cuyo pasaporte coincide con su corazoncito. Así cualquiera. Ilya Ehrenburg, tras la Segunda Guerra Mundial, dijo que seguiría siendo judío hasta el día en que desapareciese el último antisemita del planeta, y se comprende muy bien esa empecinada resistencia.

Mi identidad también se mantiene y refuerza cuando alguien arremete contra ella. Sin embargo, si la dejan tranquila la llevo encima como llevo la tripa o la sombra. Me pesa menos que el manojo de llaves. Y ahora que se habla más de antígenos que de himnos, que nos miden más la fiebre que la sangre, soy yo quien me pregunto: ¿habrá vasquismo sin españolismo? Y más aún: ¿habrá vasquidad sin vasquismo?