Arqueólogos, zahoríes y poceros han buceado en los tuits de Pablo Hasél para contarnos que es un machista y un cafre, y que lo es desde siempre. No hacía falta el esfuerzo. Para hacerse una idea sobre el rapero bastaban rimas como aquellas en las que pedía “¡que explote el coche de Patxi López!” y “¡ojalá vuelvan los GRAPO!”. Tampoco es necesario recordar que también ha sido condenado por amenazas a un testigo -“¡te mataré, hijo de puta, ya te cogeré!”-. Nadie pensaba que el chaval fuera un modélico monaguillo. Y, por supuesto, cabía ahorrarse el sueldo de husmeadores, esos que sacan a la luz que su padre fue un empresario pufero y su abuelo un franquista con ganas. Que yo sepa, se heredan riquezas y deudas, no destinos laborales ni desatinos ideológicos. En fin, que hasta nos han chivado que el artista adora las croquetas maternas y se pirra por los canelones, información sin duda vital para debatir sobre su encarcelamiento.

Y es que lo que en verdad toca discutir no es la ética de un sujeto ni su árbol genealógico, menos aún sus gustos gastronómicos, sino el derecho a cantar lo que le plazca, sea contra un rey, contra un prójimo o contra sí mismo, sin por ello acabar en la celda. Tanto empeño en demostrarnos que el juntaletras dista de ser trigo limpio es solo humo para despistar, un laberinto político y mediático construido para que olvidemos el gravísimo asunto de fondo: los límites cada vez más estrechos de la libertad de expresión y la medieval, exclusiva y privilegiada posición de la monarquía en una democracia. Así que, a pesar de Pablo Hasél, hay que soltar a Pablo Hasél.