El 7 de marzo escribí que “ni noción, ni zorra, ni la más remota idea ni la más cercana, y por mucho que lo intente no paro una teoría sobre el virus trotamundos ni con cesárea”. Tras nueve meses lo único aprendido ha sido en carne propia, pues el bicho me atacó bastante tiempo, y diez días malamente. Ni en la peor resaca juvenil sufrí tales dolores de cabeza. Y, sin embargo, salvo algún efecto que aún perdura, sigo ignorándolo todo sobre la pandemia y el exacto modo de esquivarla.

Obviamente sé menos que los médicos, defecto fácil de admitir. Pero también sé menos que los políticos al mando, sean del color que sean, ya que disponen de una información global de la que carezco. Esto no se acepta tanto. Así, no me he sentido ni me siento capacitado para juzgar con severidad las medidas adoptadas aquí y allá, y pienso que si las tomaran otros serían semejantes. Si acaso, me habría gustado ver anuncios como aquellos de Tráfico, con ataúdes y sin sonrisas. Eso puedo aportar.

Mientras, entre nosotros los peatones, abunda un criterio que pareciendo social es individual. Y es que resulta sencillo exigir taxativamente el cierre de todo si uno mantiene su sueldo íntegro, y comprensible abogar por la apertura cuando la nómina depende de ella. Ya me disculparán, pero ahí no brilla un puro interés comunitario, sino una causa prosaica y humanísima: el eterno yo y mis circunstancias. Salvar la Navidad no implica lo mismo si usted tiene una tienda y si tiene una tribuna. De modo que ante alguien muy seguro de lo que se debería hacer, tiendo a preguntarme qué se juega en ello. Porque tampoco duele igual cenar seis y no cobrar.