El fisgón Jomeini, que no dejaba jardín sin pisar, sentenció que "el hombre puede tener relaciones sexuales con ovejas, vacas, camellos y otros animales, pero tiene que degollarlos tras alcanzar el orgasmo". También señaló que, si se comete un acto de sodomía con ellos, "su orina y excrementos son entonces impuros, y su leche no ha de ser bebida". Y es que aquel clérigo era capaz por la mañana de condenar a muerte a Salman Rushdie y por la tarde de reglamentar el uso de la bragueta de sus vasallos, tal era su polivalencia. Ayatola, no me toques la pirola, podíamos cantar aquí. Allí podían aplaudir o callar.

Cuando Thomas Carlyle definió la democracia como la desesperación de no hallar héroes que nos dirijan, le faltó más de un siglo para llegar a conocer a aquel líder metomentodo, que dirigía arriba y abajo porque hubo millones de personas que desearon ser dirigidas. Por eso tantos hijos de una dictadura se aclimatan fatal entre las urnas, porque de pronto carecen de un gurú al que obedecer, de un libro verde que leer, forzados a decidir por sí mismos si es correcto zumbarse a un burro o degollar a un dibujante. Entre la realidad y ellos se alza la urgente necesidad de un intérprete, alguien que no solo delimite la bondad y la maldad, sino que además imponga un supuesto sentido común. Sin esa brújula inquisitorial, se pierden.

A lo que iba: que con lo que llevamos visto y sufrido no entiendo que aún requiramos un bando institucional para juzgar si es conveniente juntarse diez amigotes o visitar a unos primos en Tarazona. Por desgracia algunos no saben vivir, ni morir, sin un gerifalte que les cuente las uvas y ordene cómo pelarlas.