A la lengua, a cualquier lengua, uno se suele acercar por motivos prácticos o emocionales, y solo en alguna ocasión por ambos. Entre los primeros, se hallan la obligación de obtener un título y conocimiento que faciliten el acceso al trabajo, y el deseo de integrarse en una comunidad idiomática. Entre los segundos, abundan las razones ideológicas, amorosas, culturales y hasta las lúdicas, todas ellas en permanente riesgo de caducidad. Y es que se tiende a cambiar de voto, pareja e intereses, mientras que el paisaje social y legislativo de un país perdura mucho. El militante, sea de la causa lingüística o de la humanitaria, se apaga o enciende con el mensajero al oír que aquí la prioridad del inmigrante es estudiar castellano o francés, y que fuera de pueblos donde su uso es mayoritario a pocos les entusiasma la llamada lengua propia. Más que como una mera constatación a menudo este hecho se toma como un prejuicio, incluso como una ofensa xenófoba, lo cual choca con la alegría excepcional, derivado de excepción, que nos envuelve cuando el foráneo habla euskera con fluidez. Entonces usamos su ejemplo para promover campañas de aprendizaje. Si esa situación fuera normalísima no lo haríamos. La verdad duele, apena o indigna, pero no por ello desaparece.

Quizás tanta tristeza, escozor y cabreo, de haberlos, serían menos si nos colocáramos frente al espejo. ¿Cuántos de los vascos por el mundo, y por el brigadista mundo, ha aprendido gaélico en Irlanda, flamenco en Bélgica, bretón en Francia o quechua en Perú? ¿Cuántos han hecho el esfuerzo de una inmersión que para el prójimo pintamos aquí tan atractiva? Pues eso.