an pasado suficientes años para que conozcamos todo lo bueno que nos dan las tecnologías en general, y los móviles en particular, pero también para reconocer sus riesgos. Nos están quitando tiempo para estar con nuestra pareja, hijos y amigos. Nos cuesta más concentrarnos porque tendemos a mirarlos. Por corto que sea el rato, esperando en un semáforo o a que llegue el amigo con el que hemos quedado, rápidamente lo sacamos para mirarlo. No te digo nada si ha emitido algún sonido. Pero, en especial, me inquietan las conversaciones que nos roban en nuestro día a día cuando, al fijar nuestra mirada en la pantalla, construimos inconscientemente un muro que nos distancia de los demás. Los adultos podemos identificar aún las diferencias entre intercambiar mensajes y hablar cara a cara. Sin embargo, los más jóvenes no lo tienen tan fácil. Comen potitos viendo a Pirritx en el móvil, viajan mirando sus redes sociales aislados en el asiento de atrás y, con y sin pandemia, ligan por Internet. Les decimos: "No tomes drogas", "haz deporte", "aprende inglés", mientras estamos dejando que sus vidas giren en torno a las pantallas y, a veces, lo único que soltamos es un: "Te va a estropear la vista" como si este no fuera el menor de los males.

Hoy mi hijo cumple trece años y le encantaría recibir un móvil nuevo. Sabe que no lo tendrá porque en casa hemos decidido librar la titánica batalla de controlar el uso de las pantallas. El reto es grande y no porque a él y su hermana les atraigan mucho, sino porque eso mismo nos ocurre a sus aitas. ¿Cómo no les van a atraer los móviles si nos ven desayunando, conduciendo, yendo al baño y hasta empujando el columpio con ellos?

No quiero, ni para mis hijos ni para mí, que estas tecnologías desaparezcan, pero creo que uno de los mejores regalos que podemos hacerles es educarles en su uso. Empezar con nuestro ejemplo puede que sea la mejor forma.