n el verano previo a ir a la universidad, pasé dos semanas en un campo de trabajo como voluntario en la provincia de Ciudad Real. Desplazándome unos 600 kilómetros desde mi casa, sentí por primera vez qué era eso de viajar. Encontrarme con lo que luego se llamaría la España vaciada, con personas mayores dependientes con escasa atención y, especialmente, con jóvenes que, pese a ser de mi misma generación, tenían planes muy diferentes a los míos. Donde yo veía el inicio de mi vida universitaria, ellos hablaban de marchar a Mallorca a trabajar en la hostelería. Cuando yo hablaba de formarme para desarrollar un proyecto en mi tierra, ellos, de sus ganas de escapar y, quizás, volver en vacaciones.

Veranos más tarde, me vi montado en una lancha motora cruzando a gran velocidad el río Casamance, en Senegal, con dos amigos y, sorpresas de los viajes, tres de Bergara. Bajo una pesada lona, tratábamos de guarecernos de la lluvia que sentíamos cómo ya bajaba por nuestro cuerpo. De golpe, la lancha se detuvo. Se inició un diálogo en wólof que no entendíamos, pero que desprendía tensión. Bruscamente, tres militares arrancaron la lona y apuntaron con sus armas a seis blancos asustados que no sabían qué ocurría. Entendí mejor cómo debían sentirse en una patera.

Más allá de fiestas y juergas, siento apenado que son esas vivencias las que la pandemia le está robando a la juventud. Lógicos criterios sanitarios, harán que los jóvenes sean los últimos en vacunarse contra el covid, pero tienen que ser los primeros en poder viajar, para vacunarse así contra los prejuicios. Las administraciones, a todos los niveles, tendrán que fortalecer los programas existentes y crear otros, para que nuestros jóvenes, hoy encerrados, como estudiantes, becarios, cooperantes... se abran al mundo en solitario y así, no solo lo conozcan mejor, sino, sobre todo, se conozcan mejor a sí mismos.