na canción que hizo mis delicias de niño por su irreverencia, era aquella que cantaba mi tío Carmelo y que decía: "Al ir por la calle Solera me entró una gran cagalera...". Recuerdo sus estrofas de humor escatológico de principio a fin, pues me reportó minutos de gloria en no pocos campamentos de verano, y cenas de cuadrilla. La canción se volvió menos graciosa cuando, en mis viajes por Centroamérica, el Magreb o Eritrea, una diarrea te podía amargar seriamente la estancia. Me sumé a la larga lista de hombres blancos europeos que descubríamos lo diferente que era el mundo. Y así sigue siéndolo. Hoy, aquí, una diarrea la pasamos yendo muchas veces al baño pero casi nunca al médico, con una dieta blanda y beber mucha agua. Normal que hagamos chistes y tonadillas al respecto.

Sin embargo, en otras partes del mundo la cosa es bien diferente. 1.300 menores de cinco años fallecen cada día por diarrea. A ello se suma el impacto que tiene a largo plazo en aquellos que esquivan la muerte pero ven afectado seriamente su desarrollo infantil. El problema se encuentra en la falta de agua potable, unos buenos sistemas de saneamiento e higiene adecuada. Lo normal para nosotros es excepcional para otros. Así, de cada diez personas seis no tienen baño. Si a ello le añadimos la desnutrición que sufren muchos niños, tenemos la tormenta perfecta para que la diarrea sea la segunda causa de mortalidad infantil en el mundo.

Ahora que hemos colonizado la palabra vacuna al sentir cómo la muerte nos suelta su aliento tras la nuca, recordemos que la diarrea sigue luchando por tener una a un precio asequible. Una vez más, en esta parte del planeta, nos irá mejor y parece que, en tiempo récord, tendremos la vacuna del covid sin tener que pagar más que nuestros impuestos por ella. Mientras, otros, desde bien pequeños, seguirán sufriendo con cada paso que den por la calle Solera.