uando tenía 25 años, conocí el desierto del Sáhara. Ni el de los trocitos de arena que nos enseñan a los turistas en Marruecos, ni el inhóspito de Argelia en el que sobrevive el pueblo saharaui. He conocido ambos, y nada tiene que ver con la inmensidad de dunas de arena que descubrí en Mauritania. Pena que el mundo está como está porque viajar desde Tolosa a Nuakchot, cruzando parte de esos arenales en un coche de tercera mano, es de los mejores viajes que he realizado. Bajo aquel sofocante calor, y eso que era diciembre, comprendí la expresión oasis al poder descansar en uno. Si ves las fotos que tengo del lugar, ciertamente, no parece gran cosa, sin embargo, aún recuerdo la sensación de agradable refugio que sentí. No era el vergel que a uno le venden en las películas pero, sentarte en la sombra, paladear el agua y escuchar su sonido, fueron una feliz tregua en el viaje. A la vista de cómo está lo político por otros lugares, puede que la expresión "oasis vasco" no esté tan alejada. Cataluña y, especialmente Madrid, no parece que sean espejos en los que mirarnos. Hasta la educada Bélgica ha necesitado 650 días para formar gobierno. Creérnoslo a pies juntillas es muy peligroso porque, como en el mito de Narciso, podemos morir ahogados, al intentar besar nuestra imagen reflejada en el lago de tanto querernos. Pero, también es muy peligroso lo contrario. Aquello de "todo negativo, nunca positivo". En Euskadi tenemos hoy los mismos adversarios políticos, pero muchos menos enemigos. El diálogo y la negociación, se han normalizado y, hasta la izquierda abertzale hace gala de sus gestiones, nada menos que con el Gobierno español. Siendo siempre mejorable, aquí lo político aún funciona. Valoremos lo conseguido, pues puede que como en el desierto, suframos alucinaciones y, de desear el oasis ideal, no cuidemos el que tenemos, para al final, solo encontrar arena.