esde que vivía en la calle, Jokin no sabía lo que era dormir más de una hora del tirón. Al principio, las noches eran horribles hasta que se acostumbró a estar siempre vigilante. Cuando su aita le regaló aquel sacó, nunca pensó que lo usaría para dormir en unos soportales. Sí, la había cagado, pero, ¿cómo dejar de hacerlo? Estos pensamientos le hundían.

Salió de golpe del saco al ver a dos municipales. Muy pocas veces se acercaban. De hecho, se sentía invisible. No es que nadie le mirase, sino que nadie le veía siquiera. Luego estaban las miradas de asco, aunque siempre menos que el que, desde hace tiempo, a veces, él sentía por sí mismo. Le dijeron: "Por protección hay que estar en casa. ¿Por qué estás durmiendo aquí?". Les veía aún tan jóvenes con sus uniformes que no supo cómo explicarles lo jodida que podía ser la vida, pero no pudo contenerse: "Ya, pero para eso tienes que tener una casa, ¿no? Ahora no tengo ni bares, ni bibliotecas adonde ir, o el super o las iglesias para pedir". La sorpresa vino cuando le ofrecieron ir a un centro no solo para dormir, sino para estar las 24 horas. Dijo que sí, sin dudarlo. Mientras lo acompañaban a su nueva casa, Jokin pensaba: "Al final, ¿tendré que dar las gracias a este virus porque, ahora, hasta a mí me ofrecen un lugar para vivir?". Desde entonces bebe menos, se ríe más, se siente respetado, ha escrito una carta a su aita, al que le debía alguna que otra disculpa y sí, se quiere más a sí mismo. Se siente otra vez con ganas para salir del pozo. Solo una pregunta le despierta por las noches: "Y cuando todo esto acabe, ¿otra vez a la calle?".

Para los y las profesionales de esos centros a los que tan poco aplaudimos y sobre todo, para ellos y ellas, las personas sin hogar, porque también sois de los nuestros y hoy sentís que tenéis algo que todos querríamos para nosotros: una segunda oportunidad.