ño 1992. Parque acuático de Benidorm. El calor de agosto pegaba de lo lindo en la cola de acceso a una atracción. De pronto, vi como un niño entraba sin hacer cola. "¿Y ese?", pregunté enfadado a mi aita. "Ha pagado más y puede entrar sin hacer cola". En una sola respuesta, había toda una lección de vida.

Año 2020. Cola del super. Responsablemente esperamos en la calle respetando la distancia de seguridad. La fila es larga. Algunas personas, sin embargo, acceden sin casi esperar. El súper ha tenido el acierto de dar el derecho a saltarse la cola a las personas mayores, con discapacidad y embarazadas. No se pide, lógicamente, un certificado. Esto funciona desde la confianza, si tú dices que eres colectivo prioritario, pues adelante. Es así como vemos que muchos entran antes. Algunos despiertan entre los que hacemos cola miradas de incredulidad. La cara del tío de seguridad nos lo confirma. ¿Qué dificultad tiene ese para esperar? La ligereza de sus andares en algunos; las ropas deportivas dignas de subir al Annapurna en otros; o que, al final, en los pueblos todos nos conocemos, demuestran que no falla la norma, sino el uso de algunos que, agarrándose al "yo soy mayor", convierten un derecho en un privilegio. No hacen cola no tanto por la edad, como por su jeta torera. Son los menos. Muchos, aunque su cuerpo y rostro delatan que son mayores y mucho más, respetan el espíritu de la norma, y hacen cola.

La exclusión por edad existe. Tengo más dudas de que esta siempre afecte solo a los mayores y no a otras edades. Incluso, diría que en las actitudes de algunos "mayores", no de todos, veo más a un señor feudal que hace gala de sus privilegios, que a un ciudadano con derechos.

Ya estoy para entrar, pero llega una mujer a ritmo de atleta olímpica y grita, "¿la cola de los de 65?". Sonrío al recordar mi lección del parque acuático. "Pase, señora, pase".