n mensaje se extiende en la prensa y en nuestros móviles: somos una sociedad solidaria y cuando salgamos de esta, aún lo seremos más. El virus de marras nos hará caer del guindo y asumir que, o nos ayudamos entre todos, o esto no funciona. Aprovechando que me viene al pelo la palabra, y sin ánimo de ir de aguafiestas, yo pondría estos deseos en cuarentena. Por un lado, porque aunque es una verdad como un templo que mucha gente está arrimando el hombro, no lo es menos que los primeros días en el súper dominaba el sálvese quien pueda; que ahora resulta que nos controlamos desde los balcones; que hay gentuza que quiere acoger ahora un perro para poder salir de casa, otros que piden que a los de aquí se nos atienda primero en un hospital y que cada país sigue yendo por libre como si la famosa batalla tuviese fronteras. Pero es que, por otro lado, venimos de donde venimos y no parece tan claro que hayamos aprendido de otras situaciones de sufrimiento. O, ¿es que tras la crisis del 2008 cambiamos como sociedad y se refundó el capitalismo? O ahora que nos preocupa tanto la soledad de la gente, ¿se ha hecho algo en serio para evitar que los pueblos pequeños vayan muriendo? ¿O hemos salido a los balcones porque miles de personas morían en el Mediterráneo? No echaría las campanas al vuelo. Queremos que el Estado gaste y nos hemos vuelto entusiastas de la sanidad pública al ver que el virus no distingue entre ricos y pobres. Hacer algo cuando sabes que te puede tocar a ti no es solidaridad, es supervivencia. Y bien legítima que es pero, llamémosle al pan, pan y al vino, vino. Por eso comparto el deseo de querer ser una sociedad más solidaria. Tenemos todo de cara: medios, ganas y experiencias para lograrlo. Solo nos falta quizás un gesto: reconocer por honestidad que antes del COVID-19 ya teníamos motivos de sobra para ser solidarios.