or más optimismo que se le pretenda echar, .la situación es muy preocupante. No hay respiro. Ni el tiempo transcurrido, ni la vacuna, ni la enésima recomendación de la autoridad competente. El covid-19 nos gana, batalla tras batalla, sea cual sea la letra del alfabeto griego que le pongan a la penúltima mutación del bicho. La particularidad que ha caracterizado a esta denominada "quinta ola" ha sido el señalamiento de la juventud como responsable del desastre, imputación para la que no han faltado episodios ilustres como las parrandas de fin de curso, las aglomeraciones y biribilketas de "no-fiestas" y el sempiterno botellón. Todo ello aderezado con verano y vacaciones.

Por supuesto, es injusto y excesivo acusar a toda una generación de la propagación del coronavirus, teniendo en cuenta que está más que comprobada la insensatez de personas maduras y bien maduras desatendiendo los preceptos y recomendaciones de los expertos. Más aún, también se ha podido comprobar que el comportamiento de adolescentes y jóvenes durante el curso en ikastolas, colegios y universidades ha sido modélico, mérito que comparten con los docentes que tanto se han esforzado por respetar y hacer respetar las instrucciones de las autoridades sanitarias. Ya ausentes de la disciplina escolar y libres de la tutela de los educadores, es ficticio negar que llegó el desparrame y con él la quinta ola, o sea, este nuevo desastre en el que nos encontramos.

Que nadie niegue el pésimo comportamiento de adultos tramposos, insensibles e insolidarios que no se han privado, ni quieren, de sus cenorrios, sus canturriadas y sus encuentros estentóreos propagando el virus sin ningún remordimiento. Pero son conductas acotadas, dispersas, distintas de las reuniones tumultuarias, incontroladamente bulliciosas de adolescentes y jóvenes concentrados en sacrosanta cuadrilla. Y ahí está el riesgo.

De acuerdo al criterio de algunos psicólogos y pedagogos, los meses de confinamiento, las restricciones horarias y las limitaciones del ocio crearon en buena parte de adolescentes y jóvenes verdaderos estados de ansiedad y severas crisis de angustia que en algunos casos derivaron en rebeldía ante una plaga de la que se sentían ajenos. Recuperada la posibilidad de "socializarse", resultó fácil asimilar que el coronavirus era cosa de abuelos y abuelas que se morían, que a ellos no les iba a afectar al menos de manera grave, que una buena farra bien merecía correr el riesgo. Se han desahogado, vaya si se han desahogado. Con las "no fiestas" se han desquitado de las fiestas suspendidas. Con la aglomeración retozada, los abrazos, los tragos compartidos, las precauciones descartadas, han compensado el aislamiento forzoso, el aburrimiento y la distancia impuesta. Caiga quien caiga. Y, bueno, ahora resulta que van cayendo ellos.

Hay que tener también en cuenta la responsabilidad de la autoridad, sobrepasada por la magnitud de una tragedia de la que muy poco, o nada, se sabía, presionada por los sectores productivos y los lobbies económicos. La confusión creada por mensajes equívocos en el intento de evitar la comunicación negativa, "vamos mejor", "estamos venciendo al virus", "la vacunación nos está salvando", "los mayores ya son inmunes"... anuncios optimistas que la gente joven atrapa al vuelo y carpe diem. A estas alturas, avanzado el verano, opino que ya es demasiado tarde para frenar. Jóvenes y no tan jóvenes han decidido contribuir con entusiasmo al riesgo colectivo y no están dispuestos a frenar. Y no son pocas las personas que, desde su sobrio respeto a las recomendaciones sanitarias y ante la inutilidad de las exhortaciones a la prudencia y a la responsabilidad que reiteran las autoridades, creen que esto sólo se soluciona con una mano dura que impida los desfases que hemos visto, que vemos y que aún veremos.