dejando de lado las euforias y los lamentos, a la espera del desenlace final del abrazo entre Pedro y Pablo, lo cierto es que esa entidad que llaman España es un nuevo problema para Europa. Suponiendo que se trate de uno de los estados grandes, y no hay por qué negarlo, no acaba de salir de la inestabilidad política y permanece empantanada en ella fundamentalmente tras el estallido de la extrema derecha. Los socios europeos, que todavía mantienen inalterable la condición indivisible de España, se encuentran ahora de bruces con la contrariedad alarmante de un problema que antes ya tenían pero no lo sabían: Vox. La ultraderecha, encaramada por los votos como tercera fuerza parlamentaria.

En Europa pensaban que el PP era un partido conservador y Ciudadanos un partido liberal, y consideraban a Vox como una excrecencia soportable sin más posibilidades que un cierto ruido de nostalgias franquistas. Ahora han comprobado que los vasos comunicantes entre PP y Ciudadanos, combinados con un nacionalismo español exacerbado, han dado alas a una derecha ultramontana, fascista, asimilable al resto de derechas extremas que Europa viene soportando desde hace años y que siempre serán amenaza de desestabilización por más que ante ellas se hayan levantado cordones sanitarios no siempre inquebrantables, como sucedió -y puede volver a suceder- en la Italia de Salvini.

No se equivoca Europa al pensar que la clave de la inestabilidad y la acometida de la ultraderecha ha sido la cuestión catalana. Por supuesto. No cabe duda de que la clave y la causa del vertiginoso avance de Vox ha sido el ambiente belicoso y ultranacionalista que la derecha española y sus medios afines han alimentado contra el procés en defensa de la sagrada unidad de la patria. Quizá ahora entienda Europa que la amenaza de una nueva ultraderecha agresiva y triunfante como la que Vox representa, es consecuencia de un problema real sin resolver y del inmenso error de pretender solventarlo con la represión, la intransigencia y la total negativa al diálogo. La cuestión catalana, de momento, sigue empantanada, con sus presos políticos, su parálisis institucional y su convivencia tensionada por estrategias violentas. Pero debe entender también Europa que si el fascismo de Vox ha llegado a tan altas cotas ha sido gracias a la pasividad primero y a la complicidad después de una derecha española ansiosa por tocar poder, aceptando a Abascal como animal de compañía.

Los resultados electorales del 10-N, para colmo, han evidenciado aún más la tensión territorial no resuelta. Ni la represión policial, ni el acoso judicial, ni la furia centralizadora del nacionalismo español han podido evitar el incremento del soberanismo tanto en Catalunya como en Euskadi. La preocupación indudable que ha experimentado Europa por los efectos de la incompetencia de las fuerzas centralistas para afrontar el problema catalán y, por extensión, los de los nacionalismos periféricos, le van a forzar a actuar sobre las causas que los originaron.

Europa se verá obligada a decidir si continúa cerrando los ojos y dando por buena la incompetencia de la política española, si sigue apostando a favor de las actuaciones que alimentan el problema como los encarcelamientos, el recorte de derechos, el a por ellos, o se implica en facilitar soluciones mediante el diálogo, la mediación y el compromiso. El vendaval fascista español puede ser un estímulo para el resto de partidos xenófobos, protomachistas, supremacistas y neonazis que, más o menos agazapados, amenazan el espíritu básico de libertad propio de la Unión Europea.

El acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos, podría ser un antídoto eficaz contra las fórmulas represivas ejercidas hacia las pulsiones soberanistas catalanas, vascas o gallegas. Para ello no estaría de más que si prospera su proyecto de gobierno de progreso la Unión Europea le ayudase a gestionar las fórmulas más idóneas para, mediante el diálogo y el acuerdo, llegar a soluciones no traumáticas. Y así cerrar el paso a la amenaza de una derecha descaradamente nazi.