a gran agitación social, política y mediática que se ha producido en torno a todo lo protagonizado por Miren Larrion y sus extrañas circunstancias ha dejado de manifiesto el respeto y el reconocimiento del que gozaba la ya exconcejala, incluso más allá del ámbito político que representaba. También se ha evidenciado que la capacidad de aventar chismorreos, barruntar teorías y fabular conspiraciones está muy vigente en esta sociedad nuestra tan dada a la conjetura.

Muy patente ha quedado también la doblez de quienes, en similares circunstancias, no hubieran dejado títere con cabeza si la protagonista hubiera tenido otro color político: está siendo llamativo el aplanamiento de ciertas gentes que por lo general tardan segundo y medio en preparar juicios sumarísimos con sus consiguientes sentencias condenatorias. De igual modo, la de aquellas personas que habiendo criticado en otras ocasiones lo que consideran carroñerismo político, parecen querer experimentar ahora con eso de sacar provecho de las miserias ajenas. En definitiva, dicho en términos futbolísticos, también en esto somos de los que vemos escandalosos penaltis en el área ajena pero solo cándidos tropezones y manos involuntarias en la propia.

Tengo para mí, sin embargo, que la cuestión podía haber ido peor; que, por lo general, el respeto ha predominado en el paisaje. Familiarizados como estábamos a oír y leer sobre el efecto Larrion en múltiples análisis políticos y electorales, desearía uno estar asistiendo a su reformulación como ese momento a partir del cual todos aceptamos que este tipo de cuestiones debemos abordarlas con mayor templanza, contando hasta mil hasta nuestra primera reacción, aguardando las debidas explicaciones, aparcando impropios cálculos políticos y evitando regocijos enmascarados de indignación. Aunque, pasado todo esto, la mejor noticia para todos sería que alguna vez se pudiera escuchar de nuevo la versión original de aquel efecto que se bautizó con el apellido de una mujer que tantas expectativas levantó.