Albert Sabin fue un virólogo polaco nacionalizado estadounidense que pasó a la historia por ser el impulsor de la vacuna oral contra la polio, algo que tuvo lugar en 1957, una vacuna que mejoraba y sustituía a la inyectable, cuyo principal investigador fue Jonas Salk. La polio, una enfermedad con miles de años de historia, es causada por un virus y desde la vacunación masiva prácticamente está erradicada, con menos de 150 casos anuales, lo que ha salvado de la muerte y de severas complicaciones a millones de personas. Para desarrollar su vacuna, Sabin, que trabajaba en la Universidad de Nueva York, en plena Guerra Fría entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética Stalin acababa de morir en 1953 y al mando estaba Khrushchev, contactó y trabajó codo con codo durante años con investigadores soviéticos. De hecho, fueron los soviéticos, con Mikhail Chumakov a la cabeza, los que iniciaron en 1958 y 1959 la fabricación y distribución masiva de la vacuna ideada entre Sabin, y ellos y la utilizaron en la Unión Soviética, lo que provocó la extinción casi total de la polio en pocos años en ese país. Esa vacuna se exportó a decenas de países y con sus variantes es la que ha llegado a nuestros días. Yankees y soviéticos colaborando mano a mano en mitad de los 50 y los 60 para combatir una enfermedad. Hace poco vi a Oliver Stone, el cineasta, contando que ya se ha puesto la primera dosis de la vacuna rusa y que ve a Rusia como un aliado perfecto para cualquier país para encarar el futuro. No sé, se me escapa la política global, pero siempre he querido creer que en términos de salud hay fronteras que se derriban mucho más fácilmente y que también está siendo así en este caso, como lo demuestra que los responsables de una de las vacunas británicas anuncien que quieren combinarla con la rusa. Los científicos no comulgan con bobos estereotipos impuestos en Occidente.