Ya saben qué poco me gusta la exageración que abunda en todos los ámbitos y que produce titulares superlativos porque alguien decidió que la única forma de atrapar a quien lee es provocar un subidón de dopamina. Las redes favorecen esa desmesura porque sus algoritmos recogen cómo compartimos más rápidamente cuando se nos presentan. Piensen por ejemplo en un fenómeno que siempre, desde hace miles de años, ha maravillado por igual a pobres y a ricos: la aparición en el cielo de un cometa. Hasta que Edmund Halley descubrió la manera de entender que algunos de estos objetos del sistema solar eran periódicos y por lo tanto podíamos predecir cuándo aparecerían, nadie sabía ni cuándo ni cómo ni siquiera si esa estrella melenuda que nadie había invitado a nuestro cielo se presentaría. No es raro que se adjudicara a los cometas fenómenos extraordinarios como la muerte de Julio César en el año 44 antes de nuestra era, que fue acompañada del Gran Cometa que, decían, subió su alma al cielo inmortalizándolo. O el cometa Flaugergues que todo el mundo vio brillar en 1811 y que, según Goethe, provocó una excepcional cosecha de vinos en Alemania.
Estas noches de octubre, con suerte, se puede ver un nuevo cometa que nunca había pasado por aquí antes y que quizá no vuelva a pasar nunca más. Apenas se ve perdido en la luz del atardecer, pero han tenido que ponerle el nombre de “cometa del siglo” porque habrán pensado que si no nadie hablaría de ello perdido entre reyes (bárbara y su novio) o koldos, ábalos y demás corrupciones. No es para tanto, no hacía falta tanto exceso. A mí me ha pillado este cometa en mi separación del planetario donde he podido vivir muchos otros fenómenos sorprendentes que nunca osamos sobredimensionar porque sabíamos que la realidad es mucho más atractiva cuando podemos hacerla cercana.