Ahora que deja de serlo, es el momento de valorar el mandato del Lehendakari Urkullu. Con el tiempo podremos juzgarlo mejor. Nos pasó con Ardanza, que el valor gigantesco de su legado pudo apreciarse con mayor perspectiva pasados los años.

Urkullu llegó con un presupuesto de posibilidades diezmadas por la crisis y con un desempleo rozando el 13%; el conflicto en Cataluña amenazaba riesgos cuya profunda dimensión social, política y económica podemos mirar ahora con distancia precisamente porque fueron evitados; la pandemia puso contra las cuerdas a todos los gobiernos del mundo sometiéndolos a una prueba de estrés infernal, no sólo sanitario, técnico o económico, también de populismo; los conflictos internacionales crean un mundo nuevo sin reglas ni perspectivas claras; la desafección política en los países que disfrutamos sistemas democráticos es generalizada, especialmente importante es el desencanto en Europa; los desencuentros permanentes y profundos en España no ayudan.

Hay políticos que dicen tener la solución definitiva para todos y cada uno de estos problemas (el populismo consiste en eso), pero Urkullu nunca lo pretendió. En estas condiciones ha traspasado la makila con resultados muy notables. Cotas de desempleo un 40% por debajo de donde las encontró; valiosa cartera de servicios públicos, de calidad comparativa acreditada por los informes independientes; calidad de la democracia y la convivencia política altas, de nuevo avaladas por los informes ajenos; y una exigencia moral en el fin de la violencia que no buscó atajos, siempre al lado de las víctimas y los derechos de todos.

Más allá de los logros y más allá de los aspectos que objetivamente se puedan mejorar o se deban corregir, el contexto general de desafección, animadversión o incluso resentimiento con respecto a las instituciones públicas y sus representantes en los países democráticos es muy profundo (en nuestro país, además, se alimenta de tradiciones y estéticas propias).

En toda Europa vivimos una cultura que entiende progresivamente la política como un servicio de mercado sin responsabilidades ciudadanas. No nos interesa lo que podemos aportar como ciudadanos que aspiran a ser agentes empoderados, sino que miramos lo público desde la perspectiva del consumidor que demanda. Nuestra mirada es la de la queja, como si nuestra relación con lo común fuera la que tenemos frente al contrato de Vodafone, las prestaciones de Netflix o las reclamaciones por un retraso de Vueling. Instituciones todas ellas de las que no nos interesa ni su origen, ni su futuro, ni su gobernanza, ni sus valores, ni su identidad corporativa, sino únicamente su efecto sobre mis intereses o necesidades más inmediatos.

Algunos políticos en el poder reaccionan creando enemigos o fantasmas que distraen la atención, alimentando disputas artificiales y tensión, alterando las percepciones y las emociones. Así se pueden ir salvando, al parecer, algunas elecciones, pero el coste resulta más pronto que tarde muy alto. Las oposiciones atacan generalmente con discursos que reducen la responsabilidad ciudadana, confundiendo la noble labor de la oposición con una mala oficina del consumidor de la que espero que me dé la razón en cada una de mis reclamaciones y que encuentre una forma de explicar que la institución pública –y ninguna otra cosa– tiene tanto la culpa como la solución. En ese contexto, centrar la apuesta de futuro en la ampliación y la mejora de los servicios públicos es necesario, sin duda, pero no atajará por sí solo el problema de fondo.

Urkullu no ha jugado ni a desestabilizar para presentarse acto seguido como salvador, ni a infantilizar a la sociedad para justificarse o reivindicarse. Su servicio tiene un enorme valor de cultura política a largo plazo. Los grandes políticos no actúan a golpe de sensación demoscópica, no remueven las emociones con la esperanza de que el mercado electoral responda con griterío de adhesiones, sino que elevan su ejemplo para que la sociedad, con esfuerzo, con serenidad y con responsabilidad, aspire como conjunto a lo mejor.