Estos días de otoño, ante acontecimientos tan sangrientos y dolorosos como la guerra de Ucrania, la matanza de Hamás en Israel seguida por el bombardeo de su ejército sobre Gaza, o la expulsión violenta de los armenios por parte de los azeríes en Nagorno Karabaj, muchos de nosotros ya no sabemos cómo reaccionar, qué decir, qué posición adoptar, ignoramos cuál debe ser nuestro papel cívico, intelectual o sentimental en todo ese contexto.

Cuando escribo nosotros, me refiero a un tipo de persona que ya no se deja engañar por la ideología, por esa simplificación absurda y obsoleta de izquierda y derecha, por esa supuesta división entre conservadores y progresistas que sigue llevando a muchos a posicionarse a favor o en contra de un bando, de un país, de una comunidad, de una raza o de un pueblo, sin considerar circunstancias, hechos, situaciones, matices o detalles concretos. Me refiero a alguien que, a diferencia de tantos columnistas, periodistas, tertulianos o comentaristas, no opina a la ligera, no suelta ningún juicio precipitado, no hace ningún análisis superficial sobre sucesos o conflictos que le quedan muy lejos, que no conoce en absoluto, que no puede llegar a comprender, porque para hacerlo le haría falta trasladarse al lugar, instalarse un tiempo en él, o acaso convivir durante meses o años con individuos que hayan pasado por esas vicisitudes, que procedan de esa zona, región o latitud, que hayan crecido con el problema, que lo hayan sufrido y que, debido a ello, sean capaces de explicarlo, de instruir a otros acerca del mismo, de transmitir un conocimiento o una sensibilidad suficientes como para que los demás puedan expresar un mínimo parecer al respecto.

Sí, pienso en una categoría de persona que, aunque se calla y no se pronuncia ni verbalmente ni por escrito sobre ninguno de estos asuntos por carecer de la suficiente información, de la solvencia o capacidad necesarias para ello, sabe que el mundo está interrelacionado, que el aislamiento total es sólo una ilusión, que unas cosas influyen en otras, y que lo que ocurre a miles de kilómetros puede acabar afectándole tarde o temprano, antes o después, en mayor o menor medida, de una u otra manera, en uno u otro aspecto de su existencia. Es alguien que tampoco se confunde en ese sentido, alguien consciente de que el proteccionismo, autarquía o hermetismo vitales, emocionales, existenciales, no sirven para nada a largo plazo, pues, como se aprende en algunos libros o en algunas películas que tratan tragedias colectivas, siempre llega un día en que también al indiferente le van a buscar a su casa.

“¿Entonces, qué?”, se pregunta nuestro individuo. Y es que, más allá de esas certezas sobre el ser humano y el mundo complicado y enrevesado en el que vive, a pesar de ser alguien capaz de intuir lo ridículo de muchas actitudes ajenas, de declaraciones y pronunciamientos de políticos y gobernantes, de discursos o proclamas hechas públicas por unos y otros en una especie de exhibicionismo lamentable con el que alardean de experiencias, misiones, viajes o aventuras en un intento infantil por sentirse un poco protagonistas del momento, nuestro hombre está más perplejo que nunca, respira sumido en el estupor.

Es verdad que se encuentra paralizado, superado por la magnitud de los acontecimientos, y, sin embargo, el hombre perplejo está preocupado y desea contribuir, quiere ayudar, está dispuesto a poner algo de su parte, así que, de un modo privado y discreto, dona dinero o material u otra clase de medios para las víctimas de todos esos dramas, arrima el hombro en lo que puede.

“¿Y ahora?”, vuelve a preguntarse después. Y es que esas pequeñas aportaciones no le sacan de su bloqueo, no restan su desasosiego, no alivian su inquietud. Ahora, nuestro personaje sigue siendo consciente de su impotencia, de su insignificancia, de lo limitado de sus posibilidades frente a catástrofes como las actuales, y acaba comprendiendo que lo único que le queda es su propia tristeza, la que advierte en su interior cada vez que recuerda ciertas imágenes, y que también la tristeza es una forma de respuesta, tan legítima como otras, una reacción honesta que no necesita manifestarse con gestos ni con palabras, algo íntimo que brota y que se apaga naturalmente como la vida de una flor.