Se diría que se acaba el tiempo de los grandes prestidigitadores en la política. Ese de mover el pañuelo en una mano y, mientras todo el mundo espera ver la paloma, la otra mano arrambla en la mesa con las apuestas hacia el bolsillo. A Ciudadanos se le fue la nada por el desagüe que acabará viendo desaparecer la política líquida. A Podemos, como emblema de quienes aún la practican, le toca dotarla de una consistencia mayor que la que fue capaz de pegar a cientos de miles de votantes las alas de cera con las que asaltar el paraíso y hoy son un crujir de huesos quebrados contra las urnas por la falta de papeletas con las que amortiguarse. Curiosamente, el voto de los esclavos sin pan se lo disputa la extrema derecha –hasta el punto de que hay quien piensa que hay mercado para escisiones, como la de Macarena Olona–. Son los que nunca quisieron volar, que lo suyo es más política de bulldozer, aplastante y ufana en su proselitismo de la desigualdad por razón de género, origen, credo o ideas. En Euskadi, aquella izquierda busca su suelo con la cabeza en las nubes. De tan elevados objetivos, no vio venir cómo la tierra bajo sus pies se la barrían y han acabado dando volatines arrastrados, por el chorro de succión del cohete de Sortu pintado de EH Bildu, como le ocurrió a la desmembrada EA. La primera reacción de pánico ha sido reclamar que le construyan un cuerpo amplio del que ser apéndice de esa voraz izquierda soberanista –como fue Alternatiba, si fue algo–, que ha pasado de mirarle con preocupación a puro desinterés en Euskadi. Si se le inflama, si se le revuelve, acabará como todas las apendicitis: extirpada por quien quita carné de progresismo como antaño daba de patriota. Mal final para tanta tramoya en torno a una experiencia que tiene el 23 de julio su último barco. Podemos, Sumar, Más País, Elkarrekin edozein,... sólo les queda apretujarse en la txalupa y aparentar ser trasatlántico para no zozobrar tras arrastrar a un sector de la ciudadanía a la abstención.