En los carnavales de 2016 participé enuna parodia junto a dos amigos en laque bailábamos tapando nuestraspartes nobles solo con una toalla. Un vídeofue subido a Facebook. Luego dio el salto aWhatsApp. La bola de nieve había empezadoa rodar, sin nuestro consentimiento. Desdeotras comunidades autónomas me escribían.Mis alumnos me paraban para decirme quelo habían visto. Mis reuniones de trabajoempezaban hablando de ello. Gente me reconocía en los baños de un bar y me hacía elbailecito... A lo largo de 42 días seguidos, almenos una persona me hizo un comentariodirecto sobre el vídeo. Por suerte, creo que nomanchó mi reputación pero, ¿y si lo hubierahecho? Experimenté en mis propias carnes elinmenso poder de un vídeo saltando de móvilen móvil. La suerte de Verónica no fue la misma. El vídeo de contenido sexual que sobreella circuló por los móviles de su empresa y,quien sabe más gente, la puso a los pies de loscaballos. Nadie supo apagar el incendio. Alcontrario, algunos lo avivaron. Todo indicaque se sintió sobrepasada y se quitó la vida.Internet nos exige repensar muchas de lasdecisiones que tomamos a golpe de dedo.Fotos de hombres a los que se les acusa de serpedófilos, de recibos bancarios para ver loque alguien cobra, vídeos de peleas, de gentepracticando sexo en la calle, etc. Como enotras facetas de la vida debemos preguntarnos sobre lo que debemos hacer al recibirlos. Más allá de que sea un delito compartirfotos o vídeos sin permiso, nuestra falta deempatía nos puede volver cómplices de lacadena de humillación a una persona. Verónica trabajaba en Pegaso. En la mitologíagriega Zeus convirtió a este mítico caballoalado en constelación para que todos lo vieran. Qué bueno sería que la historia de Verónica se convirtiera también en una suertede estrella que nos orientara a respondercon criterio ante el siguiente mensaje querecibamos.
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