¿Quién es el culpable de los males del mundo, del exterminio animal, de la guerra de Yemen, de la desigualdad creciente, de las supremas amenazas de las biotecnologías e infotecnologías, y de que el futuro pueda quedar pronto fuera del control humano? El culpable no es nadie. O es Nadie, pero ¿quién es Nadie?
Sí, lo sabemos, es la economía neoliberal del sálvese quien pueda, esa libre competición desigual y universal, responsable de que cada vez menos gente se enriquezca cada vez más y cada vez más gente gane cada vez menos para vivir. ¿Pero quién es “la economía neoliberal”, el sistema ciego y depredador que asfixia la vida en el planeta? Somos todos, unos más que otros, pero en el fondo nadie.
¿Quién es el culpable de las doctrinas asesinas, de las guerras de banderas, de las violaciones, de la violencia de género, de la marginación de la mujer, de la homofobia?
Son los prejuicios, la cultura, las creencias, las ideologías, las instituciones. Nadie.
¿Quién es el culpable de nuestros odios, celos, codicias, envidias, miedos y angustias, causa de casi todos los males de la Tierra? Nadie lo es. Son los genes, la educación recibida, los abusos y las carencias sufridas en la infancia, la exclusión, la miseria, el abandono. Son las neuronas, las hormonas, la falta de serotonina, el déficit de dopamina. Es la bioquímica. Los algoritmos. O el azar. O la necesidad. O, simplemente, no sabemos. Una cosa es segura: nadie hemos elegido aquello que en última instancia nos hace ser lo que somos y hacer lo que hacemos.
¿Y entonces? ¿Nos quedaremos donde estamos, haciendo lo que hacemos? ¿Dejaremos la historia a su deriva, desistiendo de otro futuro? No. No basta con decir Yo no he sido, soy inocente, ni con buscar al culpable y castigarlo, ni dejarlo todo como está porque nadie sea culpable. ¿Queda algo? Queda la responsabilidad más allá de la culpa, más allá de los tribunales, por necesarios que sean, más allá de sentencias absolutorias o condenatorias, más allá de penas y castigos que a nadie humanizan.
Cuenta el libro bíblico del Génesis que Adán y Eva, es decir, Tierra y Viviente, fueron creados por Dios inmaculados, indemnes e inmortales, y fueron puestos en un paraíso de armonía donde no les faltaba de nada. Solamente, Dios les prohibió comer el árbol del conocimiento del Bien y del Mal, es decir, creerse el criterio o el dueño absoluto del bien y del mal, porque eso les llevaría a matar y a morir, como sigue sucediendo. Pero de pronto, sin explicación alguna, una serpiente (que es como decir “Nadie” o “No sabemos ni quién ni por qué”) los sedujo, y comieron. Y todo se malogró: se vieron desnudos, se avergonzaron el uno ante el otro, empezaron a exculparse y a inculpar: Yo no he sido, Ha sido Eva, Ha sido la serpiente. Podrían haber dicho Ha sido Dios, si Dios fuera el Señor Supremo que se ha imaginado, el que habría creado a la serpiente y luego les habría expulsado del paraíso. Dios es la Voz que te dice: No eres culpable, pero cuida la Tierra, cuida la Vida. Sé responsable.
Es un hermoso mito. Lo malo es que los mitos se vuelvan dogmas que hay que creer a la letra. Por ejemplo, el dogma del pecado original que se impuso con San Agustín (ss. IV-V). Dice este dogma que todos nacemos con la culpa y el castigo de Adán y Eva, y por ello sufrimos y morimos. Que somos culpables de hacer el mal que no queremos y de no hacer el bien que queremos, y de que vaya el mundo como va. Que todos nacemos culpables y condenados, menos una: María de Nazaret, la madre de Jesús. Que solo ella por singular privilegio divino, fue concebida y nació inmaculada, sin culpa ni castigo, sin “pecado original”.
Los católicos lo celebramos ayer, Fiesta de la Inmaculada Concepción. ¿Pero qué celebramos? No lo que dice a la letra este dogma, tan absurdo como el del pecado original y todos los demás, que resalta nuestra culpabilidad universal y en particular la culpabilidad de la mujer, la Eva tentadora, la Pandora de todos los males.
No, amigos, no es eso lo que celebramos. En la figura de María nos celebramos. No somos culpables ni estamos condenados. No, tú no eres culpable, pero hazte responsable del daño que haces, del bien que no haces y hasta del mal que padeces. Tú puedes, como María, sin ser perfecto ni inmaculado, como tampoco lo fue María.
“