La descalificación mutua entre competidores políticos es una falta de respeto hacia la ciudadanía. El barrizal dialéctico, el lodo político cobra una densidad tal que deriva en el estéril espectáculo de la simple confrontación y la ausencia de un verdadero debate de ideas y proyectos. Los poco edificantes discursos -tan maniqueos como simplistas-, los enfrentamientos y exabruptos que hemos podido escuchar en sede parlamentaria parecen marcar el signo de los “nuevos” tiempos políticos, caracterizados por la teatralización, la escenificación y la priorización de las emociones sobre la razón y la argumentación.

Como muy acertadamente señaló Rafael Jiménez Asensio, este “parlamento-gallinero” ha convertido el poder legislativo en un espacio institucional no de deliberación sino de debate crispado e irresponsable y con una incapacidad manifiesta para trenzar acuerdos en la aprobación de textos legales.

No es cuestión, solo, de buena o de mala de educación. El respeto debe presidir las relaciones entre quienes nos representan. Si no es así, si quienes deben aportar ejemplo muestran la vía del enfrentamiento, del desprecio y de la exclusión como cauce de expresión de sus ideas políticas, ¿qué cabrá esperar de nosotros, de la ciudadanía?

Resulta relativamente sencillo encender la chispa de la crispación pero en cambio es muy difícil parar a tiempo esa espiral de descalificaciones que parece asemejarse cada vez más a una suerte de matonismo político.

La comunicación y la interacción entre los representantes políticos parece carecer de toda empatía, y la capacidad para ponerse de acuerdo queda gripada ante la losa que representa el desprecio verbal, la exclusión y el menosprecio entre adversarios. No se trata de que todos estén de acuerdo en todo, por supuesto, pero el pluralismo político no puede convertirse en un trato despectivo y excluyente. La permanente descalificación del adversario político, de sus proyectos y de las personas que los exponen pone en realidad de manifiesto que quienes recurren a esas tácticas dialécticas no están, en el fondo, convencidos del valor de sus convicciones.

La ciudadanía solo recuperará la confianza en sus instituciones si construimos una nueva cultura política. Hay una necesidad social que parece ir en dirección contraria a la lógica de la crispación y la bronca permanente, concretada en que en lugar de acentuar lo que distingue y separa a las formaciones políticas éstas se pongan de acuerdo para tratar de encontrar puntos de encuentro respecto a cuestiones troncales para la convivencia, la paz social y el fortalecimiento de los derechos y libertades sociales y políticos.

Todo ello pasa por superar inercias frentistas y admitir el respeto a la diferencia, a la existencia de identidades plurales, a heterogéneos sentimientos de pertenencia. La nueva política que debe brotar tras la catarsis provocada por esta conjunción de crisis política y de valores debe basarse en la personalización, en la valoración de las propiedades personales de quienes practican la política.

Una coherencia vital e ideológica entre su discurso y su actuación profesional y vital será más valorado socialmente que la brillantez o la épica de su discurso como político o gestor público. La ejemplaridad, la honestidad, su competencia personal y profesional y la confianza que despierte el político serán claves en términos de adhesión ciudadana a su proyecto político.

Buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, “ser o de los míos o mi enemigo” parece poder conferir, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba volviendo en contra de quien exhibe este tipo de dialéctica política.

En política tan importante como alcanzar acuerdos y consensos es saber cómo gestionar el desacuerdo, cómo diseñar una estrategia que permita avanzar con puntuales discrepancias pero sin bloqueos. Es una obviedad, pero también conviene recordarlo: no es posible negociar ni llegar acuerdos si una de las partes se encierra en sí misma. Frente a esta visión excluyente y maniquea de la política, ahora, más que nunca, hace falta liderazgo, capacidad de prospección para gobernar el futuro, manejar con acierto el complejo panorama presente y equipos dirigentes que crean de verdad en los consensos con el diferente.

La política, sea vasca o de otro territorio, demanda hoy más que nunca templanza, ausencia de estridencia, sentido de la responsabilidad y profesionalidad, buscar puntos de encuentro y no de disputa, aportar a la sociedad dosis de confianza y no de zozobra y de enfrentamiento, trabajar por la cohesión social y no por la ruptura, cooperar, construir puentes, no diques. El valor de la política reside en que simboliza la apuesta colectiva de los ciudadanos como forma de garantizar un futuro. Solo así podrá la política recuperar buena parte del prestigio perdido.