Estamos ya tan acostumbrados a los escándalos y a ver a toda clase de antiguos y actuales jerifaltes entrar en la trena -pocos entran, lógicamente, para el volumen de piratería que hay y ha habido en las altas esferas- que si mañana mismo entrase el anterior rey nos parecería una noticia más, inmersos desde hace 3 o 4 años en un carrusel de ponzoña incomparable con todos los años anteriores. Hace un par de días entró Rodrigo Rato y hay que hacer el esfuerzo de sentarse un instante, recordar y calibrar: este no es un casado con una princesa, no es un buscavidas, no es el arrimategui que se junta al poder central o autonómico o bancario a ver qué pilla, no es un empresario tramposo, ni siquiera un banquero destarifado como Conde, no es un concejal, ni un diputado que llega a Madrid al que deslumbran los coloricos. No, es el jodido Rodrigo Rato, el señor que junto con Aznar más poder político tuvo en España durante 7 años, una auténtica leyenda política -para bien o para mal o para pésimo, pero leyenda- del país, al nivel de Alfonso Guerra y poca gente más, no ha habido salvo los presidentes y los dos citados nadie con semejante poder y se supone que capacidad. E imagen: Rato tenía en su día una imagen descomunal, incluso para quienes estaban en el otro extremo de la ideología. La tenía. Una persona que hace ni un año aún era el máximo responsable del Fondo Monetario Internacional. Pues está en la cárcel por pagar con tarjetas de crédito opacas restaurantes de lujo, alcohol, zapaterías y bisutería varia. Como un vulgar arramplador de tres al cuarto y después de haber superado los 60 años -entra en la cárcel con casi 70-, cuando a esa edad tendrían que estar pensando más en quitarse mierdas de encima que en ponérselas. Se supone que ir cumpliendo años y experiencias debería servir para hacer lo menos posible el idiota e ir dejando un buen recuerdo. Es patético.