pronto comenzará a rodar oficialmente de nuevo el balón, pero de momento el mes de julio da una pequeña tregua a la extenuante exposición pública y mediática del mundo del fútbol, cada vez más mercantilizado pero que, pese a todo, mantiene su encanto para sumar pasiones encendidas y debates (muchas veces irracionales por pasionales) inasequibles al desaliento. En crónica estrictamente deportiva, y con la triste excepción del descenso del Osasuna, la temporada pasada resultó un éxito para nuestros equipos vascos: Athletic y Real enfrascados en la lucha por los puestos europeos hasta el último suspiro de la Liga, el Eibar culminando una clasificación histórica después de haber competido mejor que nunca durante todo el año y el recién ascendido Alavés firmando un año excepcional en juego y resultados, con la final de Copa como rúbrica a su gran nivel como equipo y con una afición volcada de forma entusiasta con su grupo.
Este paréntesis estival permite reflexionar con calma acerca de ese sentimiento de pertenencia tan peculiar como intenso que despierta el amor a los colores de tu equipo. Esa adhesión inquebrantable, esa lealtad a prueba de decepciones y frustraciones, esa identificación con tu escudo no es superado en el ámbito social ni siquiera por la militancia o simpatía hacia una formación política. El fútbol es el hecho social total. Nos guste o no mueve masas de personas unidas por los colores de su equipo, siendo capaz de aunar un sentimiento colectivo que arrastra pasiones.
La pregunta es obligada: ¿Justifica todo ello ver al adversario como enemigo deportivo? ¿Explica esa pasión la visión demasiadas veces hostil hacia el equipo contrario? Y ya dentro de Euskadi, ¿tiene lógica alegrarse en Anoeta de los fracasos del Athletic o en San Mamés de las derrotas del equipo realista? No quisiera hacer un discurso que suene políticamente correcto, pero me parece triste, penoso y frustrante que, salvo cuando juegan entre ellos en derbis intensos, esa falta de empatía hacia otro equipo vasco y por tanto hermano se manifieste en la burla, la chanza o el regocijo ante la derrota del otro.
Hablamos de valores. Decimos querer ser un pueblo vasco unido en su diversidad, buscamos lo que nos une y, sin embargo, cuando salta la chispa de lo pasional (y el fútbol es pura pasión y sentimiento) mostramos lo peor de nosotros alegrándonos del mal ajeno que en realidad ha de ser en parte también sentido como propio.
Soy guipuzcoano, seguidor del Eibar desde que jugué en este gran club y también de la Real porque jugué seis años en sus categorías inferiores. Y mi primera camiseta, con 10 años, fue la del Athletic. De aquellas de tela y escudo cosido a mano por ama, con un trozo de escay verde, mostrando orgulloso en la espalda el número 2 del gran lateral Iñaki Sáez. Vivíamos lejos de nuestra Euskadi y los aitas mitigaron la nostalgia con el sentimiento futbolero.
Mi hermano se enfundó la de la Real. De vuelta a casa y con esa misma camiseta rojiblanca (no había más, eran otros tiempos, sin merchandising ni recursos) fui a mi primer entrenamiento a prueba con la Real Sociedad infantil, en cuyos equipos inferiores jugué seis preciosos años. “Mañana vuelves, sigues con nosotros, pero con otra camiseta”, me dijo el entrenador. Estos recuerdos imprimen carácter.
Desprovistos de absurdos complejos y de rivalidades generadas de forma tan interesada como infundada, debemos alegrarnos como vascos y como amantes del buen fútbol del éxito de otros equipos vascos que no sean el nuestro. Ser una afición exigente y fiel, de adhesión inquebrantable, orgullosa de su club, de su equipo y de sus valores no está reñido con alegrarte del éxito deportivo de otro equipo vasco.
Ese sentimiento de pertenencia, esa visión compartida de una preciosa secuencia de sentimientos que sobrevienen cuando comienza el partido, la ilusión de todo un pueblo, el sueño de vencer con inteligencia y pasión, con entrega y estrategia, honrar a nuestras respectivas camisetas y a nuestros equipos, demostrar casta y carácter exige también respetar y valorar al contrario, más aun si es hermano vasco.
Y desde los estamentos de cada club hasta lo más importante, el corazón de los aficionados debemos hacer posible que esa inercia de desapego, rechazo y hostilidad hacia otros equipos vascos termine para siempre. Sana rivalidad y caballerosidad, éste es el binomio que debe presidir nuestras relaciones deportivas e institucionales.