El pasado sábado, 29 de abril, los 27 Estados alcanzaron en el tiempo récord de quince minutos un acuerdo unánime en torno a las directrices de negociación con Reino Unido para materializar el brexit. El acuerdo pivota en torno a tres grandes temas: la protección de los derechos de los europeos residentes en Reino Unido, la factura que deberá pagar Londres por su salida y la situación de Irlanda del Norte.

El victimismo patriótico en que envuelve su agresivo discurso la primera ministra, Theresa May, no logra opacar lo evidente: la marcha del Reino Unido de Europa le coloca en una situación menos favorable que la de un Estado miembro de la UE. No debe haber castigo ni venganza, ni represalias; se trata de exigir al Reino Unido los compromisos suscritos. No se paga ningún precio por salir pero los británicos deberán abonar antes de irse sus compromisos, en torno a 60.000 millones de euros.

No es posible, ni para el Reino Unido ni para ningún otro Estado, el mercado único a la carta. Para la UE las cuatro libertades de circulación (personas, servicios, mercancías y capitales) son un todo innegociable e inseparable. No cabe, como pretende May, permanecer en el Mercado Único con sus enormes ventajas financieras, societarias y de intercambios comerciales y no aceptar la movilidad laboral y profesional dentro de la Unión.

El Reino Unido ha sido desde 1973 un socio europeo cualificado y muy especial al que se ha permitido un estatus singular y privilegiado. ¿Cómo valorar su voluntaria marcha, con la enorme pérdida de beneficios que le supondrá una salida impulsada por la emocional, irracional e infundada reivindicación del viejo Imperio y de la independencia real? Ambas partes pierden, sí, pero si miramos con perspectiva, quien se va pierde mucho más.

Reino Unido supone menos de un quinto de la economía europea y sus 65 millones de consumidores contrastan con los 440 millones de europeos. Londres tendrá que renegociar uno a uno los más de sesenta tratados comerciales que la UE tiene suscritos con terceros Estados. Tratados que para las empresas europeas, entre ellas las vascas, suponen la apertura de nuevos mercados. Deberá, además, resolver el grave problema interno de Escocia y de Irlanda del Norte. Otra derivada de su salida es que se pone término al paraíso fiscal y de desregulación gibraltareño. Se acabaron las excepciones y tratos de favor porque lo negociado en 1973 decaerá con su salida de la UE.

Las reglas del mercado impondrán su ley. ¿Podrá Reino Unido mantener su competitividad como economía y evitar la descapitalización que va experimentar tan solo con la anunciada medida de reducción a la mitad de su impuesto de sociedades? No, porque la clave no radica en convertirse en una especie de Singapur en Europa. Las inversiones radicadas en Reino Unido en sectores como el financiero, el bancario, el de seguros, el juego de apuestas on line o todas las sociedades mercantiles radicadas allí perderán los beneficios derivados de su todavía condición de entidades europeas hasta marzo de 2019: De ahí en adelante no tendrán ni ficha bancaria europea, ni licencia europea, ni personalidad jurídica europea que les permita ejercer en todo el territorio europeo las libertades de establecimiento y de prestación de servicios. Y el capital no conoce de patrias ni de banderas ni de lealtades. Busca la seguridad jurídica, huye de la incertidumbre y se localiza donde mayor beneficio de explotación puede obtener.

Los ingleses siempre han sido excelentes negociadores. Es cierto. Pero no hablamos ahora de tácticas negociadoras, sino de que por todas estas razones objetivas antes expuestas esa pléyade de inversiones se acabará trasladando desde el Reino Unido a suelo europeo salvo que el Brexit que se negocie no sea en realidad tal y se garantice el respeto a las reglas del Mercado Único.

La UE no atraviesa su mejor momento histórico, pero es el momento de más Europa: o nos integramos más o nos desintegramos. Es obligado exigir mayor cohesión de las políticas nacionales, mayor dotación presupuestaria para la UE, una parcial armonización fiscal directa que haga posible acentuar la Europa social. Y eso solo es posible con el núcleo duro de Estados que estén dispuestos a seguir adelante. Va a ser inevitable crear círculos concéntricos en torno al corazón de la integración europea. Sin el Reino Unido, que siempre ha sido reticente a incrementar los presupuestos de la UE, ya no hay excusas. Es el momento de refundar y reorientar Europa hacia una mayor integración.