Sin justicia verdadera no hay verdadera democracia. Si la ciudadanía pierde la confianza en la justicia el daño al sistema democrático es tremendo, porque esa quiebra abre una fractura social muy difícil de reconducir. Las últimas decisiones judiciales en casos como el de Urdangarin y la infanta, o como los excesos punitivos de la Audiencia Nacional en ámbitos vinculados a la libertad de expresión o en la indefendible, endeble e infundada calificación de terrorismo vinculado a los hechos de Altsasu o como la evidencia de que las decisiones de reparto de cargos y destinos en una institución clave para la defensa de la legalidad como es la Fiscalía, responde más a criterios de estrategia política que a méritos de los concurrentes a los destinos convocados hacen mella en la ciudadanía que asiste entre impotente, indignada y atónita a esta sucesión de decisiones.
¿Dónde queda la separación de poderes? Pretender garantizar el sistema desde el inmovilismo es pura retórica. Defender que la estabilidad de un sistema político exige mantener inercias históricas, como la institución monárquica, es pura retórica. Promover la regeneración democrática a través del falso movimiento, es decir, agitar formalmente ciertas reformas legales para que nada cambie es pura retórica. Y la ciudadanía, cansada, enfadada y distanciada de la inercial y acartonada manera de hacer política tradicional reclama esferas de actuación y de decisión nunca hasta ahora exigidas. Para evitar un péndulo que rompa el equilibrio entre representatividad, democracia y poder son necesarias reformas profundas en el sistema político que lleguen también al modelo de organización de la gobernanza de la justicia.
Con las cosas serias no se juega, nos dicen. La estabilidad del sistema no puede ponerse en peligro, nos advierten. Por supuesto, tan constitucional es proponer una reforma del texto de la Constitución como negarse a realizar una consulta en torno, por ejemplo, a algo tan trascendental como el modo de organización política del Estado (monarquía o república parlamentaria). ¿Por qué no se tiene, por parte de los sesudos y responsables líderes del bipartidismo español, la decencia política suficiente como para afirmar de frente y sin ambages que no se quiere hacer ni tal reforma ni tal consulta ciudadana, en lugar de ocultar sus verdaderas posiciones, cuando afirman que no se puede ni una ni otra?
Cabe recordar las palabras del rey Juan Carlos en su mensaje de abdicación, al aludir a que “los ciudadanos llegaran a ser protagonistas de su propio destino”. ¿Qué mejor forma de materializar tal previsión habría que consultando a los ciudadanos acerca de “una decisión política de especial trascendencia”, como señala el artículo 92 de la Constitución?
Si se analiza lo acontecido en “cuestiones de Estado” desde la transición de la dictadura a la democracia, puede comprobarse cómo esa tesis del riesgo se ha impuesto siempre que se ha querido atenazar a la ciudadanía bajo el miedo al cambio, apelando al coste de inseguridad y desequilibrio que una reforma profunda del sistema podría representar.
Nunca es buen momento para quien no quiere cambiar nada ni pretende afrontar reformas que en realidad consolidarían y reforzarían el sistema a través de su actualización y modernización. ¿Para cuándo una reformulación del sistema de articulación territorial de poder político en España? ¿Por qué no seguir ejemplos de buenas prácticas en reformas constitucionales modernas como los ofrecidos por Alemania, Francia, Portugal o Italia?
¿Por qué cuando sí se reformó la Constitución en un solo día, como se hizo por el pacto entre PP y PSOE, el argumento fue el peligro que supondría no haberlo hecho? ¿Por qué cuando abdicó el rey se volvió a activar la tesis inmovilista del riesgo? La monarquía es muestra del pacto constitucional, se nos dice, y garantiza la tranquilidad política, institucional y económica. ¿Por qué se argumenta demagógica e incorrectamente, como si fuésemos inmaduros y desinformados ciudadanos, que “fue el rey quien nos trajo la democracia? Demasiadas preguntas sin respuesta que provocan malestar y desapego hacia el sistema. Las grandes revoluciones cívicas se instalan en el ADN social de forma silente. Y la inercia o la pasividad no resuelven nunca por sí solas los problemas sociales. Ojalá los dirigentes políticos “responsables” perciban esta deriva antes de que sea tarde. Por el bien del sistema y de la regeneración democrática.