si hacemos un repaso rápido de los más sonados, comprobamos que los referéndums celebrados últimamente en nuestro entorno occidental están resultando cuando menos sorprendentes, o quizá más bien preocupantes para quienes se creían parte de una opinión pública mayoritaria. Escocia, Gran Bretaña, Colombia, Italia, han sido recientemente ejemplos de decepciones colectivas tras unos resultados totalmente inesperados en la mayoría de los casos. Y si echamos la vista atrás, sumemos por ejemplo el rechazo mayoritario de la Constitución Europea en Francia y Holanda.

Y conste que estos desenlaces inesperados no tienen nada que ver con los sonados errores de la demoscopia, de tantos sondeos desafortunados que no vieron el triunfo de Trump o, sin ir más lejos, el de Rajoy. Porque esos resultados imprevistos no fueron consecuencia de lo que se denomina democracia directa, para algunos el procedimiento más honesto e imparcial de expresar la voluntad de la ciudadanía.

La democracia directa en sus distintas versiones, sea referéndum, plebiscito o consulta, viene a ser identificada como expresión de la soberanía. En ese sentido, hay quien envidia el sistema suizo de referéndum para todos los asuntos que afecten a la convivencia. Claro que, en una primera reflexión, esta práctica no tiene la misma trascendencia cuando los habitantes de los cantones suizos son consultados para decidir el color de las señales de tráfico, que cuando lo son para negar la entrada de emigrantes en el país. El resultado de ese referéndum sobre la inmigración a ese país de ciudadanos de la Unión Europea, siendo Suiza miembro del Consejo de Europa, creó un conflicto aún no resuelto con la UE. Una vez más, los resultados de la democracia directa, ilusión de soberanía, chocan frontalmente con la realidad globalizada de un país cuyos ciudadanos y ciudadanas han expresado su voluntad de manera espontánea y desenvuelta, sin tener en cuenta las consecuencias que puede acarrear su decisión.

En una segunda reflexión, resulta inexplicable para la opinión pública que se suponía mayoritaria que Gran Bretaña se fuera de Europa, o que Colombia renunciase al acuerdo de paz, o que Italia rechazara una reforma constitucional para racionalizar sus instituciones. Resulta también inexplicable que en este tiempo histórico falle el que parecía principio incontestable: ningún referéndum convocado desde el poder fracasa. Algo está cambiando en nuestra sociedad cuando el principio de racionalidad resulta tan aleatorio que nada es lo que parece, que la expresión de la voluntad del personal expresada libremente tiene tan poco que ver con lo que se consideraba razonable.

A la vista de tanta decepción, algunos recurren al tan socorrido como improcedente argumento de que mayoría de la gente es imbécil. Quizá sea más decente reconocer que en muchas ocasiones vivimos una opinión pública inducida, que los mass media trasladan una realidad no siempre objetiva, que algunas redes sociales deforman el estado de las cosas o, sencillamente, que el más grita, capador. Y así, cuando se pone en marcha la democracia directa, resulta que la conclusión tiene muy poco que ver con aquella realidad virtual que parecía incontestable.

Ante los reiterados sobresaltos que venimos soportando, sería pertinente una reflexión sobre la conveniencia de controlar la responsabilidad de los creadores de opinión, como la de las empresas demoscópicas, para evitar que la realidad presentada sea una realidad distorsionada. Es demasiado frecuente que se desconozcan las razones por las que las mayorías vienen decidiendo en contra de lo esperado, y procede que se conozcan y se valoren en su justa medida los argumentos de esa tantas veces menospreciada “mayoría silenciosa” que decide contra corriente. Una mayoría con la que las personas más concienciadas, o más politizadas, no contaban.

Tal como en este tiempo viene sucediendo, la convocatoria de un referéndum es como una ruleta rusa que puede desestabilizar sistemas que se suponían inalterables, y más aún en un mundo globalizado. Las decisiones derivadas de un referéndum tienen tal alcance, que sólo deberían ser posibles si las soporta una mayoría cualificada y verificada de la ciudadanía, con un porcentaje previamente acordado.

La fragilidad de la democracia directa corre el riesgo de ser presa fácil de populismos tras los que se agazapan neofascismos, xenofobias y patrioterismos rampantes en nuestra sociedad europea y envalentonados en los dominios de Trump.