no podemos engañarnos. La política, ni siquiera la más próxima, ya no levanta pasiones entre el personal. Nada que ver la expectación con que se seguían en otros tiempos la actualidad y los vaivenes de la cosa pública, con la indiferencia, hastío casi, que muestra la ciudadanía ante acontecimientos supuestamente tan importantes como la constitución de un nuevo Gobierno y el inicio de una nueva legislatura. Cierto que este desinterés puede ser efecto de la pura normalidad, pero no es menos cierto que una parte de responsabilidad por esa desafección viene dada por el comportamiento repetitivo, previsible, lindante con el postureo, de la mayoría de los protagonistas.
No es menos cierto que al menos entre nosotros, me refiero a la Comunidad Autónoma Vasca, la rutina política suele ser menos histriónica que del Ebro para abajo. Aquí se han cumplido los plazos sin mayores sobresaltos, según el guión previsto y, sobre el papel, con un resultado que garantiza estabilidad. La sesión de investidura y posterior designación de Iñigo Urkullu como lehendakari se ha caracterizado como una forma diferente de hacer política en la que no han faltado discrepancias y distancias ideológicas, pero en la que ha destacado sobre todo el respeto, el diálogo y la voluntad común.
Tras el bochornoso espectáculo que se traslada a la gente en cada sesión parlamentaria del Congreso español, los plenos vividos estos días en la Cámara de Gasteiz han sido un claro contraste entre dos formas de hacer política. Aún resuenan, por más recientes, los denuestos, los desplantes, las acusaciones crispadas y las desconsideraciones ampliamente difundidas por los medios tras el fallecimiento de la senadora Rita Barberá. En esa misma inercia de la bronca necesaria, aún pueden leerse y escucharse auténticos disparates proferidos por políticos y opinadores españoles contra el acuerdo de Gobierno PNV-PSE, una prueba de que por aquellas latitudes no son capaces de asumir la cultura del diálogo y el acuerdo. Todo parece indicar que en España únicamente se entiende la política como confrontación, trifulca y desafío.
No sería justo afirmar que los debates en las últimas sesiones del Parlamento vasco hayan sido juegos florales ni de guante blanco. Se ha dicho por cada partido lo que debía decirse, pero con respeto y sin levantar la voz, sin abucheos ni aplausos, sin desautorizar con desabrimiento las opiniones ajenas. Quedaron suficientemente claras las disidencias de EH Bildu, de Elkarrekin Podemos y de PP, ante un acuerdo entre jeltzales y socialistas del que desconfían. Sus portavoces se expresaron con claridad, con contundencia incluso, pero con corrección. Y fueron escuchados y respondidos con la misma corrección. Expresiones como acuerdo, acercamiento, mano tendida, fueron muy repetidas durante las sesiones. Las felicitaciones al lehendakari tras su investidura fueron sinceras, cálidas, muy por encima de cualquier frivolidad o fingimiento. Aquí nos conocemos todos, y poco espacio queda para el artificio.
Quedó tras la investidura del lehendakari y la presentación del nuevo Gobierno de coalición, una sensación de que aún hay mucho por hacer, pero lo que se haga será misión y compromiso de todos y entre todos. Las puertas están abiertas para que nadie se sienta terminantemente excluido, pactadas también las disidencias entre los dos firmantes del acuerdo de gobierno, de forma que Iñigo Urkullu pueda requerir apoyos ajenos al bipartito en recorridos para los que no esté dispuesto de salida su socio. Y ello teniendo en cuenta que de los acuerdos pactados pueden derivarse exploraciones hasta ahora vedadas por incomprensibles líneas rojas, en materia de autogobierno y convivencia.
Lógicamente, habrá Gobierno y oposición, faltaría más. Y la aritmética, además, deja abiertas incógnitas consecuencia de una mayoría minoritaria. Pero las primeras sensaciones son esperanzadoras y, sobre todo, denotan una absoluta diferencia con la jaula de grillos, o el nido de víboras, o el reino de la confrontación a que nos tienen acostumbrados las Cortes españolas.
Vuelve el Gobierno pactado entre PNV y PSE, dieciocho años después y en circunstancias muy diferentes. Aquel Ejecutivo presidido por José Antonio Ardanza unió a un PNV débil salido de la escisión, con un PSE potente que pudo incluso presidirlo. Daba la impresión de que eran dos gobiernos en lugar de uno. En este caso la coyuntura es diferente en cuanto a la situación de los dos partidos, con un PNV hegemónico y sosegado y un PSE a la baja en un PSOE en conflicto interno. Pero en cualquier caso, Iñigo Urkullu va a presidir una confluencia transversal, opción también históricamente deseada por la sociedad vasca.