Ahora, en serio
bueno, se acabó. Por fin. Entre campaña y precampaña se han ido pasando al menos tres meses, y eso sin contar los lustros que llevamos metiéndonos entre pecho y espalda deliberando quién va a poner el culo en la Moncloa.
Hoy iremos a votar quienes lo tengan claro y quienes votamos casi por impulso después de que nos lo impidieran por ley y por la fuerza hasta que fuimos adultos, y de largo. Dejamos atrás una campaña, la de aquí, más bien leve, casi educada -que no es poco tal como está el patio-, en la que solo excepcionalmente se han dejado caer exabruptos cuando algún orador se ha venido arriba aupado por los aplausos de su clá subvencionada.
La campaña vasca, insisto, ha sido de una suavidad desacostumbrada si la comparamos con la crispación rampante que venimos soportando del Ebro para abajo, donde se han proferido lindezas que evocan aquel exabrupto que el Beato de Liébana, en el calor de la disputa teológica, dedicó a Elipando, arzobispo de Toledo: “Cojón del Anticristo”, le insultó, por un quítame allá una polémica sobre el adopcionismo, estrafalaria herejía que encolerizó al beato.
Aquí, afortunadamente, la más alta tensión quedó en una simple mirada y un simple silencio. Magnífico argumento que dejó en un pasmo al adversario, que perdió la dignidad y el argumento en un vergonzante balbuceo. Lo demás, tranquilidad y buenos alimentos.
La campaña vasca, por lo demás, no se ha extralimitado en más que en el exceso del quién da más, en la demostración habitual de lo horrorosamente mal que lo han hecho los que mandan y la catarata de promesas imposibles que han regalado los que aspiran a mandar o, al menos, a condicionar al que vaya a mandar. Es lo que tienen las campañas electorales, que se puede prometer todo a beneficio de inventario, que se pueden repetir falsedades a porrillo pretendiendo convertirlas en verdades, que todos se empeñan en demostrar que la tienen más larga, o que el adversario no llega a la media. El personal, la gente, o sea, nosotros/nosotras, hemos escuchado sin mayores aspavientos las hipérboles que han ido soltando los candidatos, por si colaban. Lo de los 40.000 funcionarios de más incluidos en nómina, lo del salario social para todos -hubo quien habló de hasta 1.200 euracos/mes-, la Arcadia feliz bullendo en poxpoliñas, las calles vascas plagadas de protomiserias? Nada nuevo bajo el sol. Con la mayor placidez hemos entrado en la supuesta intimidad de los candidatos y hasta les hemos visto tocando el txistu, volando en parapente, corriendo los 100 metros lisos, haciendo abdominales o repartiendo gildas. Todo apacible, casi naïf.
Lo han hecho bien los candidatos y sus equipos. Han representado su papel con dignidad. Ahora toca ir en serio. Y eso significa echar cuentas a partir de las 22.00 de esta noche, constatar la dura realidad y olvidarse de aquello de que el que más grita, capador. Olvidarse de las encuestas, las cábalas y el cuento de la lechera. Aquí, toda la pinta, no va a ganar nadie; o más bien vamos a ganar todos.
La realidad que los políticos vascos van a tener que afrontar es su obligación de hacer política, o sea, de entenderse para que este país nuestro siga andando, de huir como de la peste del necio empecinamiento de los dirigentes carpetovetónicos. Nuestros políticos lo saben hacer y no creo que nos defrauden.
A partir de mañana hay que pisar suelo y remangarse para que un país tan sonoramente plural busque puntos de encuentro, cierre pactos y cada uno rebaje exigencias y maximalismos. Difícil y laboriosa tarea, que va a requerir mano firme, animosa y hasta osada para salir adelante.
Se ha acabado la representación, se han recogido el teatrillo y el atrezzo para encarar la realidad. Que será dura, seguro; y complicada, sin duda. Pero también es verdad que en peores garitas han hecho guardia nuestros políticos, y es su hora. Ojalá no nos defrauden.