cuanto menos aporta un político, más ama a su bandera. Esta sabia afirmación la realizó el escritor estadounidense Frank Mc Kinney. El debate identitario, la necesidad (parece que irrefrenable) por parte de ciertos políticos de obligarnos a aparecer como encasillados maniqueamente dentro de un bloque u otro provoca tensiones sociales tan estériles como innecesarias. Y de esta hueca y recurrente polémica se prevalen y retroalimentan finalmente unos y otros. Para no discutir sobre símbolos, para superar el debate hueco en torno a elementos totémicos que enciende pasiones hay que poder previamente debatir democráticamente sobre las realidades nacionales que subsisten dentro de esta estructura política estatal llamada España.

Silbar es una manera de expresarse pacíficamente. Silbar no es insultar ni injuriar ni difamar. Puede ser molesto para quien es su destinatario, silbar puede llegar a ser valorado en su caso como irrespetuoso pero en una democracia la crítica irrespetuosa nunca puede ser delito. Someter la libertad de expresión al dictado del Código Penal es más propio de tiranías dictatoriales que de una democracia.

La inefable Audiencia Nacional vuelve a querer judicializar la vida social y ciudadana, quiere volver a someter al reproche penal una conducta democráticamente irreprochable, por maleducada que les pueda parecer a algunos. La Audiencia Nacional ha ordenado al juez Fernando Andreu que reabra la investigación por la pitada al himno en el Camp Nou durante la final del pasado año de la Copa del Rey entre el Barça y el Athletic, al entender que los hechos pueden ser delictivos atendiendo al “ambiente institucional” derivado de las aspiraciones independentistas del Gobierno catalán.

¿Quiere decir eso que el contexto político puede llegar a convertir en delito una libre expresión de protesta ciudadana? ¿Qué sentido de la democracia manejan estos magistrados? La sección tercera de lo Penal, a instancias de la Fiscalía, ha revocado el archivo de esta causa al discrepar con Andreu de que se trate de un hecho similar al ocurrido en 2009, cuando se produjo la pitada al himno en el estadio de Mestalla en Valencia, y respecto del que la Fiscalía no vio entonces que fuera delito, lo que llevó al juez a interpretar que en la del año pasado tampoco lo hubo.

La sala de la Audiencia Nacional considera que este nuevo caso, que se abrió por cierto a raíz de una querella del sindicato Manos Limpias (cuya conducta mafiosa y antiejemplarizante ha terminado con el ingreso en prisión de su líder Miguel Bernad), es distinto, “considerando que el ambiente institucional respecto de la independencia de Cataluña en el año 2009 es muy diferente del de 2015”.

La fundamentación judicial en que se basa esta valoración potencialmente delictiva no tiene desperdicio: “Basta ver como hecho notorio, los acontecimientos y sobre todo las decisiones políticas de los órganos de Gobierno de Cataluña que se han adoptado en los últimos dos años con el propósito de conseguir la independencia de Cataluña respecto a España”, argumentan los magistrados. Y entienden que no puede compartirse la vejación a los símbolos de la nación española, como es su himno, y al jefe del Estado de una manera planificada, con una voluntad coordinada hacia el menosprecio a los símbolos de España.

Frente a todo ello solo cabe defender sin fisuras que la libertad de expresión es la piedra angular de los principios de la democracia. No considero la bandera ni el himno español mis símbolos. No siento empatía alguna, ni política ni cultural, hacia ellos. Ni los siento como propios ni comparto el forzado y al parecer obligado sentimiento de pertenencia que parecen querer despertar.

Los respeto, desde la desafección y el desapego, como quiero que los demás respeten los míos. Pido para nuestra ikurriña el mismo respeto que exijo a los que desde una ventajista posición de Estado-nación aplican el rodillo armonizador.

La Audiencia Nacional parece olvidar cuatro baluartes del Estado de Derecho: la libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Esos son los cuatro pilares sobre los que se asienta el denominado y supuesto Estado “social y democrático” de Derecho en el que intentamos construir nuestra convivencia.

Esos cuatro conceptos son moldeables (y maleables) por vía de interpretación (política y/o judicial). ¿Por qué no debatir sobre los contornos básicos, sobre el mínimo común denominador social y político que nos permita de una vez y para siempre superar esta pesada losa de anormalidad democrática en que aparece instalada nuestra inercia diaria?

La fácil demagogia populista en torno a los símbolos refleja el temor a debatir sobre lo verdaderamente importante: reconocer que la sacralizada e indisoluble unidad de la nación española que proclama la Constitución no se corresponde con la realidad. Hay nacionalidades (es decir, naciones) y regiones. El propio texto constitucional lo admite y, cuando más se tarde en reconocer esta realidad plurinacional, más se tardará en encauzar la inagotada tarea de convivir desde la diversidad.