acaba de emitirse el último programa de una serie de siete que ha programado La Sexta en horario de prime time, los miércoles, en un ejercicio de arriesgado experimento musical que ha pasado con éxito las exigencias de audiencia y calidad televisiva. A mi manera ha demostrado que el género musical tiene cabida en las parrillas de la tele actual más allá del monopolio que María Teresa Campos ejerce sobre la música y sus intérpretes en las tardes del fin de semana, en su décima temporada.

Campos ha hecho de la música materia prima de un programa viejo, casposo y lleno de nostalgias alcanforadas y en ocasiones, cutres. El programa de La Sexta viene a dignificar la presencia de la música en las pantallas, en otros tiempos tan musicales y cantarinas.

La inteligente idea de juntar a siete divos de la música contemporánea en la masía de una isla balear como recipiente de siete personalidades, estilos y manías se ha resuelto con eficacia comunicativa y empática, creándose una excelente y cálida atmósfera de compañerismo sano e interactivo, con calidades artísticas muy relevantes.

La mecánica de dedicar una noche a cada uno de los artistas embarcados en este experimento, de quien se hacía una peculiar versión por parte de sus compañeros, rematados por otro del artista estrella, se ha probado como planteamiento de futuro, porque es posible que haya otra nueva cita con la música pop de calidad y empaque. Se ha roto el monopolio de T5 con su popurrí de canciones y estrellas del pasado y los de Atresmedia deben perseverar en la búsqueda de cantantes, títulos y entorno natural para crear un espacio de música, arte y calidad.

La música actual en la tele, más allá de show talents o lo de MTC, requiere dignificar este tipo de materiales para consumo masivo, en unos tiempos difíciles en los que el mundo de la canción sufre crisis industrial por efecto del pirateo digital y la competencia desatada de Internet.