A vueltas con el himno y los titiriteros: libertad de expresión
¿se pueden penalizar los sentimientos? La batalla del respeto hay que ganarla por la vía cultural y educativa, es estéril tratar de imponerla por la vía penal. Cabe recordar ahora la reflexión de Voltaire en el siglo XVIII, al afirmar que “odio sus opiniones, pero me haría matar para que usted pudiera expresarlas”.
No creo que ésta ilustrada y pasional defensa de la libertad de expresión encaje mucho con la visión que de este derecho se tiene aquí. Conocida es que la visión patrimonialista del nacionalismo español vuelve a brotar al mínimo contacto con cualquier cuestión identitaria.
La imputación a los titiriteros de Madrid de un delito de enaltecimiento del terrorismo, el 578 del Código Penal, que sanciona a quien enaltece o justifica por cualquier medio de expresión pública o difusión a quienes participan o han participado en actos terroristas o que realizan actos humillantes para las víctimas del terrorismo, es un desatino jurídico. Pueden cuestionarse muchas cosas de tal representación teatral pero utilizar el Código Penal de forma tan expansiva es un exceso injustificable en una democracia que supuestamente proclama como el primero de sus principios el de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
La segunda excusa para reducir el ámbito del derecho que ampara la libertad de expresión ha vuelto a ser el fútbol, a costa de la pitada al himno durante los prolegómenos de la final de Copa del pasado año. La Fiscalía considera que la pitada al himno puede constituir un delito de injurias contra la Corona y de ultrajes a los símbolos constitucionales.
Largo fue el listado de dirigentes políticos españoles para los que todo lo que no fuera defender una única y gran España era y es un anatema, e incluso abogaron por suspender la final de la Copa entre el Barça y el Athletic si las aficiones de ambos equipos pitasen al rey y al himno de España. Cabe recordar ahora el argumento expuesto entonces por Esperanza Aguirre. No tiene desperdicio, al señalar que “el rey y el himno, como la bandera, nos representan a todos y por lo tanto si se silban no es una cuestión leve sino muy grave (...) se suspende el partido y se juega a puerta cerrada. Y creo que es lo que hay que hacer”.
¿Silbar dos símbolos de la unidad española supone incentivar el odio? ¿Silbar es negar la unidad española? ¿Silbar es libertad de expresión o un delito? Yo prefiero respetar para que me respeten, prefiero mostrar mi indiferencia, mi absoluto desapego y mi total desafección ante una bandera y un himno, los españoles, que no elegí y que no siento como míos, pero si la opción de una mayoría en plena pasión futbolera es silbar, ¿altera esta manifestación de disconformidad el orden constitucional “establecido” como para impedir la celebración del partido, una gran fiesta deportiva?
La Audiencia Nacional ya archivó una querella en julio de 2009, tras la pitada de la final de Copa de ese año, al considerar que este tipo de comportamientos se encuentran amparados por la libertad de expresión.
El desatino jurídico alcanza a la dimensión subjetiva, a la necesidad de individualizar al supuesto responsable autor de tales delitos: ¿A quién debería imputarse ese supuesto delito de injurias al rey y ultraje a la nación española? ¿A los 95.000 espectadores asistentes? ¿A los que fuera del campo también silbaron? ¿A los clubes? ¿A la Federación Española de Fútbol, organizadora de la final de Copa?
La misma noche de la final el Gobierno de Rajoy condenó los “ataques” contra los símbolos que representan “al conjunto de los españoles, a la democracia que los ampara y a la convivencia que comparten”. Y la Comisión Antiviolencia propuso multas de hasta 123.000 euros.
El reto es preguntar por qué, frente a ejemplos emblemáticos como el británico (en el rugby o en el fútbol), donde conviven sin problema alguno las selecciones nacionales de Gales, Escocia e Inglaterra, y se les permite participar en competiciones oficiales internacionales, se alza la cicatería del Gobierno español ante la negación de tal derecho a nuestra selección vasca, o por qué no se admite que, bajo la libertad individual de cada jugador, adscribirse a la selección estatal o a la de su nación (o región), y que todo ello plasme en lo deportivo la dimensión descentralizada del poder político.
El verdadero debate que subyace tras estas imposiciones identitarias de la españolidad es que se reafirman frente a un nacionalismo vasco que juzgan excluyente, retrógrado, desfasado, inmovilista y lo hacen imponiendo su orientación estatalista y centralista, y con el apoyo ventajista de todo el aparato normativo-legal español, negando el recíproco respeto a quienes no compartimos ni su discurso ni sus formas.
Utilizar el Código Penal de forma tan expansiva es un exceso injustificable en una democracia
La imputación a los titiriteros de Madrid de un delito de enaltecimiento del terrorismo es un desatino jurídico