Diversidad, no fractura
no sería nada extraño que en el caso de plantearse en Euskadi un plebiscito similar al que hace una semana fue votado en Catalunya, los resultados fueran bastante parecidos. Si me apuran, la opción por la independencia sería más difícil de amalgamar, a menos que las circunstancias variasen sustancialmente.
Tras el desenlace del 27-S, ha quedado claro que en la representación institucional son mayoría los independentistas, y también que en la sociedad catalana están obligados a convivir casi al 50% ciudadanos que se sienten y consideran ante todo españoles, con otros tantos que se sienten y consideran ante todo catalanes. Y eso es lo que hay. En Euskadi, hasta el momento, no hemos tenido la oportunidad de constatarlo directamente en las urnas y solamente existe la referencia de las múltiples y tantas veces contradictorias encuestas relacionadas con las distintas opciones sobre el independentismo vasco. Se coincide con Catalunya, eso sí, en la mayor representación institucional de los soberanistas frente a los unionistas pero no está claro que les superasen en votos.
Durante estos días se ha especulado demasiado sobre la complicada gestión del mapa político resultante del plebiscito catalán, y sería tan inútil como pretencioso que en estas líneas opinativas se diera con la clave para tan compleja situación. Solo una mirada abierta, casi de brocha gorda, puede ayudar a reflexionar sobre la foto fija resultante del 27-S.
Además del no disimulado alborozo del unionismo catalán y del centralismo español, además del entusiasmo que tertulianos y editorialistas derrocharon en sus medios de comunicación hegemónicos, el que el independentismo catalán no hubiera superado en votos al españolismo obliga a la reflexión sobre qué pasos deberá dar la mayoría institucional de aquí en adelante.
La hoja de ruta de Junts pel Sí prevé una declaración institucional de inicio del proceso de independencia, la constitución de un Govern de concentración presidido por Artur Mas, la elaboración de una Constitución para el nuevo Estado y la construcción de sus estructuras, la proclamación de la independencia y desconexión con el sistema jurídico español y, por último, las elecciones constituyentes. Todo ello en el plazo de 18 meses. Apasionante e ilusionante programa, pero con una severa dificultad: que no va a ser fácil imponerlo cuando un poco más que el 50% de la ciudadanía catalana no está por la labor.
A los unionistas y centralistas les encanta definir la foto fija de Catalunya como una fractura social, y culpan de esa fractura a los partidarios de la soberanía catalana. Por supuesto, aportan al término un iracundo sentido de desgarro en el que los suyos resultan siempre agredidos, perjudicados, excluidos. El término fractura habitualmente se aplica culpando de ella a los que reivindican el derecho a que se respete su opción soberanista, lo que es una evidente muestra de parcialidad.
No debe culparse a nadie de esa diversidad de la sociedad catalana, de esa opción diferente sobre el sentimiento identitario. Es una realidad, una circunstancia objetiva que solo puede superarse con respeto democrático y diálogo tolerante. Porque lo que interesadamente quieren denominar fractura no es otra cosa que pura diversidad, consustancial en una sociedad avanzada y abierta que se desarrolla en un espacio de libertades democráticas.
Ni siquiera es necesario que esta diversidad se certifique en un resultado electoral, ya que de manera constante se comprueba en los comportamientos ciudadanos, en las iniciativas culturales, sociales y políticas. Echar mano de los porcentajes para interpretarlos en el sentido de vencedores o vencidos sería persistir en el error, con el agravante de que quienes se consideran vencedores tienden al avasallamiento.
Lo malo es que los vencedores de siempre, los que tienen a su favor la fuerza de las armas y las leyes, ya decidieron de antemano impedir que se llevase a efecto la voluntad de los que inexorablemente resultarían vencidos, aunque representasen a la otra mitad de la sociedad, aunque fueran mayoría en las instituciones. Pero, según ellos, los que fracturan son los otros.
La sociedad catalana, y algo muy semejante ocurre con la sociedad vasca, es plural. No fracturada, pero plural. Pero cuando Catalunya y Euskadi pueden expresarse, aunque sea con la presión de unas elecciones legalmente programadas, cada vez más resulta mayoritaria la reivindicación del derecho a decidir sobre su estatus presente y futuro. Así ha quedado claro en Catalunya tras el 27 de septiembre, por más bambolla que los unionistas y centralistas quieran orquestar.
Si algo ha quedado claro en Catalunya, es que el sentimiento mayoritario de su sociedad reclama su derecho a decidir y su obligación de negociar. Una negociación que necesariamente implica un acuerdo político transversal, un acuerdo que incorpore tendencias de origen ideológico diverso de forma que de él resulte el máximo beneficio para la sociedad en su totalidad.
La sociedad catalana reclama su derecho a decidir y la obligación de negociar un acuerdo político transversal