En defensa propia
ala hora de escribir este artículo aún se desconoce cuál va ser el desenlace de la jornada del 9-N, teniendo en cuenta que ni los tribunales españoles ni el Govern catalán han modificado sus planteamientos. Cuando se dice tribunales españoles, entiéndase su sometimiento a la voluntad del Gobierno. Y cuando se dice el Govern catalán, entiéndase la inmensa mayoría de la ciudadanía de Cataluña. Ni la voluntad mayoritaria catalana está dispuesta a renunciar a su derecho a decidir, ni los poderes del Estado español están dispuestos a permitirlo.
La salida por la puerta de atrás que propuso el ministro de Justicia, Rafael Catalá, permitiendo la consulta a condición de que las instituciones catalanas renunciaran a liderarla, ha sido más un reconocimiento de la impotencia del Gobierno central para parar la ola, que un respeto a la expresión de la voluntad de la ciudadanía catalana. La Generalitat no está dispuesta a renunciar a la responsabilidad de esta consulta.
Hoy, 9 de noviembre de 2014, fecha que pasará a la historia de Cataluña como punto de inflexión hacia su soberanía, puede ocurrir cualquier cosa. Puede ocurrir que la mayoría de la sociedad catalana se acerque a depositar su voto en esas urnas obligadamente ficticias. Puede ocurrir que los votantes lo hagan sin mayores impedimentos, con orden, hasta con entusiasmo a pesar de la fragilidad legal de los sufragios. Puede ocurrir que la Fiscalía acabe ordenando a los Mossos d’Esquadra la requisa de las urnas o el desalojo por la brava de las sedes electorales. Puede ocurrir que el Gobierno español dé curso inmediato a los documentos de inhabilitación en cascada que tiene preparados desde que se anunció la consulta. Puede ocurrir que Cataluña toda rompa en una sonora cacerolada o, quizá también, que la indignación se exprese de formas más airadas y estridentes.
Las voces políticas y mediáticas del nacionalismo español acuñaron lo del “desafío soberanista” como una forma zafia de cargar sobre los hombros de Artur Mas las responsabilidades derivadas del mandato que el president catalán recibió de la mayoría de sus conciudadanos. No voy a reiterar aquí el cúmulo de agravios que la sociedad catalana y sus dirigentes vienen expresando sobre el trato que reciben del Estado.
Por más basura que viertan sobre el president Mas, nadie podrá decir con honestidad que se trate de un talibán independentista, o de un radical intransigente, o de un suicida autoritario incapaz de dialogar. Por el contrario, son conocidos sus reiterados episodios de diálogo y negociación -a veces incluso por cuenta propia- con los distintos gobiernos españoles. Igualmente conocidos son los desplantes, las deslealtades y los engaños a que ha sido sometido el representante catalán por los poderes del Estado español.
Lo que ha colmado la paciencia de quienes, ante tanto agravio, decidieron tomar la iniciativa para que la sociedad catalana pudiera expresar su voluntad, han sido dos factores decisivos: la negativa implacable del Gobierno español a la negociación, y la judicialización del proceso catalán derivada de esa intransigencia centralista. Hablar de judicialización en la escena política española, ya se sabe, es cortar por lo sano cualquier intento de reivindicar un cambio en el status quo marcado por el pacto PP-PSOE respecto a la configuración del Estado. El poder judicial, sometido vergonzosamente a la voluntad del Gobierno de turno, retorcerá lo que sea preciso cualesquiera interpretaciones de la Ley para impedirlo. Y así viene sucediendo en Cataluña, como ya antes sucedió en Euskadi.
Cuando la decisión judicial impide un acto orientado a pulsar la opinión pública catalana sobre un tema que indudablemente interesa a esa sociedad, se produce una flagrante situación de indefensión. La Generalitat interpreta que la decisión del Tribunal Constitucional ha vulnerado derechos fundamentales, vulneración derivada de ese insoportable empeño por entrecruzar lo político y lo jurídico que distingue al Gobierno español, empeñado en mostrar músculo con prepotencia y amenazando con desacato y desobediencia, cuando no hay desacato ni desobediencia porque ese acto de prospección ciudadana puede llevarse a cabo con pleno fundamento legal.
No es extraño, ante todos estros excesos, que el president Mas haya llamado a la ciudadanía a votar hoy, por dignidad y con todas las consecuencias. La actitud prepotente, amenazante, chulesca, del Gobierno español obliga a la sociedad catalana a la defensa propia, como señaló Artur Mas. Y en este caso, la defensa propia a la agresividad del Ejecutivo presidido por Rajoy es acudir a las urnas. Aunque se trate de unas urnas sin censo, sin resultado efectivo, no vinculantes. Es, sencillamente, plantarle cara al abuso de poder de un Gobierno autoritario parapetado tras el servilismo del poder judicial, que si pudiera prohibiría hasta pensar.
Es muy posible que tras la jornada de hoy quede en parte de la sociedad catalana una cierta sensación de frustración, pero el malestar producido por esta lucha desigual deriva de una legítima defensa que une, que fusiona esfuerzos y voluntades. Y tras este triste episodio de avasallamiento, está garantizado un incremento notable del sentimiento soberanista catalán que puede tener reflejo en unas elecciones plebiscitarias.