LLEGAN calendas consumidoras y los medios se llenan de reclamos que quieren llamar nuestra atención y así cumplir con el honrado oficio de consumidor asaeteado que nos ha asignado esta prodigiosa sociedad de consumo en la que nos consumimos. Televisión, radio y prensa, por este orden de importancia, nos vienen ofreciendo diariamente altas dosis de propuestas de consumo, desde los consabidos perfumes, esencias y colonias hasta las maravillosas PlayStation de turno que atontan el cerebro y desarrollan instintos de baja calidad ética. A productos alimenticios, elementos de moda o ingenios digitales se va sumando una poderosa y variada oferta de libros de los más variopintos autores que ofrecen para la cesta de la compra navideña otra alternativa de compra. Un dicho oriental describe el compromiso del ser humano con la vida en tres objetivos: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro; pues esto último se estila con creciente presencia entre el personal de forma desmedida y a cualquier oficio o protagonismo social. A las tradicionales memorias de políticos y grandes personajes de la historia se suman últimamente pendejas del corazón como Belén Esteban, incapaz de hilvanar media docena de pensamientos lógicos y que habrá contado con segura ayuda de un negro para escribir las páginas de su intensa y emocionante vida social y sexual. Cualquier esforzado de la ruta mediática se apresta a poner su nombre en la cubierta de un libro que con cuatro chascarrillos y tres anécdotas te sablea treinta euros del bolsillo. Los ingenieros del mercado han descubierto que en un país en el que no lee ni el Tato comprar un libro es producto seguro para cumplir con el poderoso rito social del regalo. ¡Qué atracón!, pero no de festeros mazapanes y turrones, sino de papel impreso bajo la firma de un famoso que quiere hacer el agosto en diciembre.
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