CUANDO hace unos meses le conté a un amigo periodista que a mi rival le había dado por quedarse embarazada así de sopetón -ambas cosas: contárselo al amigo y el embarazo-, al margen de alegrarse mucho como se alegró todo el mundo me mandó un par de textos preciosos de Manuel Jabois y David Gistau, que son periodistas -leo poquísimo, no es broma-, y que habían tenido también un hijo o hija y escribían sobre ello. Yo leí aquello, me pareció precioso es poco y no le conté a mi amigo el verdadero motivo por el que siempre he querido tener un niño -o niña, porque al principio le llamábamos Miss Sunshine. Hasta la imaginábamos nacer ya con las gafas puestas y el tutú. A saber-. El verdadero motivo es que siempre quise tenerlo para vengarme: el asesino de la silleta. Sentir ese poder: los caminantes apartándose a tu paso... Temiendo por sus tobillos, por sus espinillas, esas silletas que parecen furgonetas, ese metro de seguridad que te deja todo el mundo a cada lado. El caso es que Luka nació, admiré a su madre una vez más hasta el infinito, pero nada de eso ha pasado. Debe ser cosa de la silleta, que tiene más años que yo. O que el ojos de ballena y el mendas salimos tan de amanecida que a lo sumo nos estamos cruzando únicamente con la mitad de las fuerzas del orden existentes, que miran a ese tipo con pantalones de trek empujando un carro a las seis de la mañana y mi abrigo encima a modo de sombrilla -duerme raro- y que de vez en cuando mete la cabeza por entre el cortavientos para ver si el artefacto respira. Cualquier día nos piden los papeles y me lo despiertan. En fin, que nada de lo que uno planea sale como quiere. Sale mejor, tanto que no lo puedo explicar y por tanto ni lo intento. Feliz cumple dos meses, pelocohete. Siempre vas a ser increíble. ¡Mira, un tobillo!