en un par de ocasiones al año, los comerciantes de los pueblos costeros de Iparralde sacan a la calle existencias de temporadas pasadas para saldarlas en una ambiente de mercadillo, con txarangas, pasodobles y demás típicas animaciones de nuestros hermanos del otro lado. Estos fines de semana primaverales han coincidido con alguno de estos eventos mercantiles, donde es fácil ver a algunas de nuestras mujeres inquietamente moverse para levantar oportunidades, más o menos seguidas de los resignados que otean a su vez alguna posibilidad de escapatoria -quizá lo anterior suene a machismo resignado a algunas y me disculpo por ello-.
Un par de rugbiers guipuzcoanos se tropezaron recientemente en una braderie y aprovecharon para hablar -quizá lo que no hacen mucho en el curso de la temporada ya que somos pocos pero mal avenidos-, tanto de lo que acaba como de lo que hay que preparar en refuerzos, fichajes y ascensos de jóvenes. No se enseñaron las listas de nombres tachados pero los presupuestos ajustados que enmarcan la actividad de nuestros clubes les llevaron a comentar la necesidad de seguir invirtiendo en formación, de desarrollar los planes federativos, de las escuelas de rugby, de atraer a los niños, a los jóvenes, a los padres... de superar los obstáculos burocráticos de una vez. La conversación se cortó y no se reanudó ya. Un grupo de niñas y algunos niños, de unos cinco años, jugando con balones ovales y vestidos con las ropas del club local, sin aparente compañía de mayores -una monitora pasó más tarde-, les pedía educadamente que se apartaran. Los dos rugbiers se miraron y se despidieron con un mero agur apenas musitado.