Las cosas por su nombre
SE ha impuesto en las apariciones públicas de los protagonistas de los medios por su rabiosa actualidad la manía de alterar el orden natural de las cosas y evitar llamar al pan, pan y al vino, vino, como aconseja el viejo refrán castellano. Esta pervertida práctica que contamina los medios hasta situaciones rayanas con la imbecilidad y la estulticia proviene de un desconocimiento de la lengua y/o de un deliberado intento de darnos gato por liebre como si el personal se chupara los dedos y los listillos de turno pudieran enjaretarnos su mentirosa versión de los hechos o cosas con alegre espíritu de charlatán de feria. La comunicación verbal entre las personas se basa en un código compartido y un largo catálogo de miles de palabras que significan exactamente lo que significan y por ello todo intento de alterar el orden de las palabras deviene en ejercicio de manipulación, ocultamiento o camelo. En una sociedad como la nuestra marcada por la presión y presencia de los medios, las lenguas sufren fenómenos de retorcimiento, alteración y mutación de significados que dejan los términos de las palabras en simples vocablos vaciados de contenidos o modificados en su cabal contenido. El ejercicio desmesurado de retorcer el lenguaje o someterlo a nuestras intenciones de ocultación y manejo, desvirtúa el instrumento de comunicación y crea situaciones de aislamiento o defección en el personal que rechaza los manejos de la lengua para reflejar la realidad de cosas, procesos y personas. Políticos y periodistas manejan este uso pervertido del idioma que engaña a pocos incautos y rebela a muchos ciudadanos que asisten perplejos o cabreados a este destrozo lingüístico en aras a intereses bastardos que tiene ya un largo recorrido en el tiempo y que alguien debe comenzar a corregir. La lengua es un mecanismo para entenderse, no para engañar, manejar u ocultar.