DURANTE muchos años, incluso lustros, uno de los flancos por donde se atacaban las reivindicaciones de los nacionalistas vascos era el de la supuesta violencia utilizada en esa reclamación, una violencia que por parte de un sector de la sociedad vasca se tradujo en puro terrorismo. Así no, se decía. Hay que aprender de Catalunya, del seny catalán que consigue barrer mucho más para casa a base de pactar y negociar, que echándose al monte. Catalunya era el ejemplo, Tarradellas un mago, Pujol un encantador de serpientes y Roca un buen ministro español.
De hecho, los dirigentes catalanes han sido maestros en el arte de la componenda. Han sido capaces de mantener sin descanso -y con sordina- sus demandas nacionales y al mismo tiempo sostener gobiernos españoles, en un increíble ejercicio de funambulismo que célebres analistas políticos traducían como prototipo del pragmatismo y la moderación. Esa misma admiración por los líderes catalanes la esgrimían los partidos vascos de obediencia estatal, por supuesto como argumento a la contra de las reivindicaciones nacionalistas. Y no lo hacían sólo para contraponer el modelo reivindicativo catalán a la violencia de ETA y quienes la apoyaban, sino para rechazar las iniciativas del nacionalismo democrático cuando se trataba de reclamar algo tan elemental como el derecho de los vascos a decidir su futuro. La vía catalana fue ejemplar, mientras duró. Mientras se iban apañando con las migajas de autogobierno que, como alpiste, les asignaban los distintos ejecutivos desde Madrid a cambio de los apoyos puntuales recibidos en las Cortes españolas. Hasta que llegaron las vacas flacas y salieron a flote las reivindicaciones pendientes. La pavorosa crisis económica, financiera y laboral se ha cebado en Catalunya de manera sangrante, hasta el punto que se ha socializado el agravio y los ciudadanos catalanes se han enterado de que, según portavoces de CiU y ERC, cada día salen de Catalunya para España 40 millones de euros, que no vuelven. Todo un atropello que en los últimos tiempos han intentado en vano los dirigentes catalanes resolver mediante un nuevo pacto fiscal con el Estado, en la dirección de lograr un Concierto Económico similar al vasco del que en su día renegaron.
No es fácilmente explicable que una comunidad como la catalana, históricamente potente motor en la economía del Estado, se encuentre casi en la bancarrota y haya tenido que pasar por la humillación de pedir ayuda para poder pagar el gasto corriente. Y ello, después de haber sido precursora en la aplicación de duros recortes sociales. La insurrección catalana, plasmada gráficamente en la multitudinaria manifestación del 11 de septiembre y protagonizada por ciudadanos de muy diversas ideologías, va más allá del tópico "la pela es la pela" y quiere dejar de pertenecer a esa España Una que nunca le ha tomado en serio.
La catalanofobia jacobina, hasta ahora reservada a la caverna mediática y a la derecha política extrema española, se ha expresado en amenaza primero disfrazada de impedimentos legales y si hiciera falta echando mano -militar, por supuesto- del artículo 8 de la Constitución. Porque son los españoles, no los catalanes, quienes deciden sobre Catalunya.
Por otra parte, exasperado por el hartazgo tras tanto menosprecio de la voluntad de sus ciudadanos repetidamente expresada por vías totalmente pacíficas y legales, el seny pactista catalán, su civilizado -o tibio- nacionalismo, ha dado paso al más indómito independentismo. Ya han comprobado de sobra la inutilidad de la resignación y van a por todas. Se pueda o no se pueda, lo permita o lo impida la ley, los catalanes serán consultados sobre cómo desean estar en el Estado español, si es que lo desean.
Rotos los esquemas, abiertas las compuertas que venían conteniendo la voluntad mayoritaria de los catalanes, los grandes partidos españoles toman posiciones: el PP apela a la advertencia de que la Constitución lo impide y que va a ser que no. El PSOE evidencia su desconcierto echando mano del recurso al federalismo que hace décadas abandonó de su ideario político, y deja vendida a su expresión catalana, el PSC, que prefiere no hacer ruido y quedar en la ambigüedad. Por su parte, las sucursales vascas de esos partidos apelan al miedo, a la ruina económica y al espantajo de la fractura social.
El escenario es sumamente interesante. Los apacibles catalanes, los expertos en el pacto y el acuerdo, tiran por la calle de en medio y salga el sol por donde quiera. Saldrá el sol, seguro, porque de esa medicina ya hemos probado en Euskadi. Madrid cepillará, prohibirá, procesará, encarcelará si fuera preciso. Impedirá con sus tribunales -o con su Ejército- que los catalanes expresen su voluntad, esos catalanes antes tan buenos y ahora tan malos que han resucitado el fantasma de Ibarretxe.
Pero no podrán impedir que el sentimiento independentista se desborde, porque a base de faltarles al respeto y de negarles cualquier posibilidad de acuerdo, la ruptura de Catalunya con España es ya imparable. Como imparable es el divorcio de Euskadi con España.