EL resultado de las negociaciones entre partidos para la aprobación de los Presupuestos en las instituciones autonómicas y forales es la consecuencia de la vuelta a la Euskadi real. Durante los últimos años, las fuerzas políticas han estado viviendo un espejismo del que solo han despertado tras la legalización de Bildu y la contabilización efectiva de un voto que fue silenciado por ley. Sigue pendiente, no obstante, que se despeje el camino para la legalización de Sortu para poder calificar la situación de íntegramente democrática, pero en este país en el que todos nos conocemos está claro que esa circunstancia tiene más bien un cierto componente estético, ya que los votantes de ese partido aún vetado volcaron su apoyo en las urnas a Bildu el 22-M y a Amaiur el 20-N.

El nuevo tiempo ha implicado que todos tuvieran idénticas oportunidades para competir, que nadie se haya visto obligado a desatender su compromiso con las urnas, que todos pudieran expresarse y presentar sus programas con una libertad homologable a la de cualquier democracia formal. Ello ha modificado el mapa político sustancialmente, tanto en la CAV como en Nafarroa, aunque en este territorio foral no vaya a tener las consecuencias inmediatas que ha tenido en la Euskadi autonómica. Pero todo apunta a que el muro de la derecha navarrista apuntalado por el apoyo antinatural del agónico PSN se tambalea a causa de sus propias contradicciones y por el soplo abertzale que le eriza el cogote cada vez más fuerte y cada vez más cerca.

En la CAV, las nuevas reglas del juego en el que todos participaron han trazado el retrato en su más rigurosa realidad democrática, configurando cada uno de los tres territorios históricos con los rasgos que le corresponden. Cada una de las tres diputaciones tiene un Gobierno diferente, como expresión de sus voluntades mayoritarias. Afortunadamente, esta vez los intereses políticos y las imposiciones excluyentes no han desfigurado ese juego de las mayorías, y la traducción de las urnas a la realidad ha demostrado que este país no quiere que esas mayorías sean absolutas. Solo el Gobierno Vasco sigue fuera de la realidad, sostenido por una alianza también antinatural gestada en la trampa y al amparo de un escenario político interesadamente desfigurado.

En esta nueva situación, y ante la primera prueba de fuego que son los Presupuestos, los tres partidos responsables de gestionar cada una de las diputaciones forales se han visto obligados a negociar, a practicar la política de verdad, por cierto. PP en Araba, PNV en Bizkaia y Bildu en Gipuzkoa, han hecho de la necesidad virtud renunciando a parte de sus intereses para transaccionarlos con intereses ajenos. Esta práctica ya estaba arraigada entre las fuerzas políticas que históricamente han venido gestionando las instituciones forales vascas, y tanto PNV, como PP, como PSE han conocido y practicado repetidamente el acuerdo con mayor o menor fortuna. Y en esta ocasión han repetido ese ejercicio del acuerdo en Bizkaia y en Araba, acuerdo a dos bandas, o a tres donde ha sido posible y necesario.

Existía un inusitado interés, no exento de morbo, por comprobar el comportamiento de Bildu -entendida básicamente la coalición como una versión encubierta de la izquierda abertzale tradicional-, tras su acceso al poder foral en Gipuzkoa. Interés por conocer cómo sería su primera vez, la prueba de los Presupuestos. Y esa curiosidad quedó despejada de la manera más normal, la más común en política real: negociando y pactando. Con Martin Garitano blandiendo el bastón de mando, no fueron pocos los que temieron imaginarios apocalipsis, o los que pretendieron cerrarle el paso mediante pactos artificiales en un nuevo intento de desfigurar la realidad. Bildu ha pactado con el PNV y el PSE en los presupuestos forales de Gipuzkoa, o con el PNV, el PP o el PSE en los ayuntamientos, y no pasa nada.

Este baño de realidad obliga a la rebaja de supuestas reivindicaciones estratégicas y de supuestos principios irrenunciables; obliga a la modulación de discursos absolutos y, con la necesaria humildad, a la renuncia al no pasarán. Y que nadie se atreva a echar en cara al vecino por haber pactado, actitud habitual en la refriega política, puesto que aquí cada cual ha pactado afortunadamente con quien ha querido.

Ya ha pasado el tiempo de los vetos y, fuera caretas, nadie queda excluido de los acuerdos y a nadie se le puede acusar de haber pactado con apestados como desgraciadamente se ha comprobado en el ciclo anterior. Era esta exclusión la que enfangó durante demasiados años la política vasca, cuando al Gobierno presidido por Juan José Ibarretxe se le negaba el pan y la sal, cuando la oposición -PP, PSE y Batasuna- rechazaba en bloque y sin mirarla cualquier iniciativa, incluidos los Presupuestos, empeñados por intereses partidarios en mantener el principio de cuanto peor, mejor.

En esta nueva clave, tampoco son de recibo las trampas en el solitario ni las triquiñuelas de donde dije digo. El cumplimiento de lo pactado, el respeto a la palabra dada, son valores imperativos que obligan a los compromisos de cesión inherentes a todos los pactos.

No estamos en el tiempo del autismo, de la imposición, de los principios estratégicos inamovibles, del todo o nada. Una sociedad plural genera una realidad plural, y si los políticos no acaban por entenderse entre ellos es que no han entendido a la ciudadanía.