los resultados de las elecciones del 20-N marcan claramente, en la política española, señales de nueva época, de nuevo rumbo político. El protagonismo de lo económico nubla la catarsis política, y la asincronía entre los tiempos de la economía y los de la política nos van acercando a la efervescencia de la turbotecnocracia, a un intento de legitimación funcional de la democracia. El PP va a pisar el acelerador de profundas e inmediatas decisiones económicas, consciente de la parálisis social que el miedo provoca en las clases medias y en la sociedad en general ante el derrumbe del sistema productivo en el que asienta la convivencia social.
A estas alturas todos hemos tomado ya plena conciencia sobre la gravedad de la crisis económica, desplazada desde la inicial esfera financiera a la dimensión más dolorosa socialmente, la de la economía real. En el marco estatal español los desequilibrios macroeconómicos acumulados durante la fase de expansión económica, un sector de la vivienda sobredimensionado y otros factores que han demostrado ahora la ausencia de bases sólidas en su endeble sector productivo han servido de base para focalizar la voracidad insaciable de los especuladores financieros, amparados en la inercia pasiva europea, que tras evitar poner un cortafuegos a la crisis griega ha propiciado la situación de zozobra actual.
En el inicio de estos duros meses de crisis el sector público trató de compensar la fuerte pérdida de dinamismo del sector privado, pero ya no queda margen para seguir por esa vía sin poner en peligro la sostenibilidad de la hacienda pública. El presidente Rajoy se enfrenta a la necesidad de proponer y aplicar una estrategia de saneamiento presupuestario creíble y sostenida, basada en seguir el ritmo de las reformas estructurales que desde Europa se plantean como innegociables, entre las que se incluyen profundizar en la reforma laboral, otra vuelta de rosca a la reforma del sistema de pensiones o la modificación de las características estructurales del sistema tributario (aumento del IVA o mayor progresividad de la imposición sobre el ahorro, entre otras).
¿Y Europa? Vale el lema de sálvese quien pueda con una suma de autárquicas medidas estatales. Se pierde así otra extraordinaria ocasión para visualizar la deseada (pero tristemente inexistente) Europa política. Francia pinta mucho menos de lo que el aprendiz de Napoleón (Sarkozy) aparenta, y Alemania ejerce de patrón, perdonándonos la vida con limosnas puntuales, pero sin afrontar seriamente la necesidad de mancomunizar la crisis.
El mercado único, la unión política y monetaria debe serlo a las duras y a las maduras. No vale prevalerse, aprovecharse del mercado interior de la UE para favorecer tus exportaciones intracomunitarias (Alemania se sale en ese ranking de aprovechamiento o beneficios derivados del mercado de los 27 estados) y mirar para otro lado cuando viene mal dadas. Porque el fracaso de tus socios (a los que Alemania mira en realidad como competidores) es tu propio fracaso. Solo cuando seamos conscientes de ello iniciaremos, juntos, el inicio del final de esta dura meseta que representa una crisis sin precedentes.
Se habla mucho del origen y las causas de la crisis, pero, en relación a Euskadi, cabe reflexionar hoy sobre la base para superar esta coyuntura tan dura, y que debe fundamentarse en tres pilares: profesionalidad, responsabilidad y confianza recíproca entre los agentes activos de la economía y sus destinatarios o receptores. Es necesario un gran pacto para lograr que ante una situación de crisis tan profunda seamos los primeros en salir. Ese pacto nacional en Euskadi requeriría de un clima político muy distinto al actual, que promueve más la bronca, lo negativo, el enfrentamiento permanente, pero debe intentarse este inusual ejercicio de corresponsabilidad.
Solo con trabajo en común, con profesionalidad y con un esfuerzo colectivo es posible evitar caos generalizados como en el que nos rodea en clave económica. Y sin pecar de vanidoso colectivo cabe afirmar que es seña de identidad de nuestra forma de ser como pueblo vasco (tanto en la clase trabajadora, como en el empresariado y en la demasiado fácilmente denostada clase política) el deseo y la vocación por las cosas bien hechas, cuya antítesis representa esa endeble arquitectura financiera que ahora se desmorona a nivel internacional.
Esa proyección de una determinada manera de hacer País, sembrado a través del trabajo del día a día y huyendo del fácil pelotazo es una conquista de generaciones pasadas que no debemos arrojar por la borda de la posmodernidad. Y la forma política de gestionar la res pública, el ámbito público de nuestro País, de Euskadi, debe seguir siendo nuestra seña de identidad colectiva. No hablo solo de ideologías o de partidos políticos, sino de personas al frente de responsabilidades políticas en este País, en las que confiar y con las que interactuar desde la crítica constructiva, y bajo la complicidad colectiva de una determinada manera de entender la vida en sociedad. Ésta ha sido (y debe seguir siéndolo) la clave de nuestra fortaleza económica, institucional y social.