la expectación despertada ante una Conferencia de Paz que albergaba figuras internacionales de renombre y prestigio era lógica. Pese al menosprecio, al ninguneo, incluso la burda mofa (hay quien calificaba como puro teatro o como payasada la convocatoria), la reunión ha cumplido formalmente su primer objetivo: escenificar mediante un acto cargado de simbolismo que no es el fin, sino el comienzo de una nueva etapa que debe conducir definitiva e irreversiblemente a la paz.
Mi sentimiento de cierta austeridad emocional ante el tenor de la declaración final de la Conferencia no nubla sus aspectos positivos, como el claro emplazamiento a ETA instando al cese definitivo de la "actividad armada": es positivo, pero no suficiente, porque debería citarse el necesario proceso a su definitiva e irreversible disolución. Y la terminología empleada (como la alusión a "confrontación armada", en el preámbulo de la Declaración), o la alusión eufemística a "las consecuencias del conflicto" permite a la izquierda abertzale erigirse como el actor pacificador por excelencia. No es justo, ni cierto.
La violencia de ETA, además de las víctimas directas que ha producido, ha dañado la convivencia política en Euskadi durante el último medio siglo. El conflicto de identidades y el de la violencia son dos cosas distintas; el terrorismo no es la consecuencia natural de un conflicto político, sino su perversión. Pero también puede sostenerse con la misma convicción que la desaparición de la violencia no resuelve sin más aquello que el Pacto de Ajuria Enea definió como "profundo contencioso vasco".
Todos los finales de la violencia se transforman en luchas para imponer una versión de los sucedido o, cuando menos, para posibilitar un relato que exculpe ante la propia facción. Todos se preparan para no pasar a la historia demasiado mal. Cuando el debate está ubicado aquí es una buena señal, pues indica que la violencia pertenece ya al pasado. Pero no debemos olvidar que en una democracia la escritura de la historia sólo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica. Y el relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asiente nuestro marco político y sus procedimientos de modificación no pueden legitimar el recurso a la violencia. No se trata de imponer una "verdad oficial" sino de establecer que la discusión acerca de nuestro pasado se lleve a cabo en el marco de los principios democráticos, de respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas. Y este trabajo nos corresponde a los vascos, como paso previo y premisa para la ansiada convivencia.