la semana pasada todos los informativos de televisión y la práctica totalidad de la prensa escrita se ocupó con profusión de la noticia vinculada a la boda de Cayetana, la duquesa de Alba. Más allá del morbo rosa que esta vuelta a la actualidad de la conocida como duquesa del pueblo provoca, propongo reflexionar sobre la continuidad y el mantenimiento en democracia de una figura, la de los títulos nobiliarios, anacrónica y alejada de todo parámetro de normalidad social y democrática, marcada por el desapego, el descrédito y el rechazo social de una gran y silente mayoría de ciudadanos al mantenimiento de una institución anclada en privilegios feudales.

La adecuación a la Constitución del llamado principio de varonía o masculinidad inherente a estos títulos nobiliarios y la propia compatibilidad de la institución nobiliaria con la Constitución fue validada por el Tribunal Constitucional, bajo el argumento de que en realidad tal institución nobiliaria no aporta mayores derechos a los poseedores de tales reconocimientos, al ser meramente honorífica.

El debate se suscitó ante la invocación de una discriminación por razón de sexo, al privilegiarse al varón sobre la mujer. El origen histórico de esta preferencia deriva del texto de Las Partidas de Alfonso X, al disponer que "de la mejor condición es el varón que la mujer en muchas maneras". Ello condujo a que los títulos nobiliarios fueran heredados siempre por el hermano varón. El recurso pretendía proyectar el principio de igualdad sobre esta institución y el Tribunal sostuvo que el ostentar un título nobiliario no supone un estatus o condición estamental y privilegiada ni tampoco conlleva el ejercicio de función pública alguna, sino un mero reconocimiento honorífico. Por ello negó la posibilidad de poder invocar el principio de igualdad para proyectarlo sobre una institución que sobrevive fuera de la Constitución.

El propio Parlamento español aprobó en 2006 una ley específica "sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de sucesión de títulos nobiliarios". ¿Tiene sentido que unas Cortes democráticas se ocupen de regular esta figura?; ¿es admisible que lo hagan para aplicar la supuesta igualdad sobre una institución ya de por sí discriminatoria socialmente, y que a su vez admite que se discrimine a los hijos adoptivos y a los "hijos no matrimoniales"?; ¿cómo puede admitirse que unas Cortes democráticas actualicen una norma legal del dictador Franco, que en 1948 dictó la Ley de restablecimiento de la legislación nobiliaria, para arrogarse así la capacidad de conceder tales reconocimientos nobiliarios?

Esta reminiscencia histórica carece de sentido y de razón de ser en la sociedad del siglo XXI. Los títulos nobiliarios son un reconocimiento honorífico que otorga el Rey. Resulta llamativo que la propia Constitución prevea tal función por parte del monarca, facultad cuyo nacimiento se remonta a la época de los emperadores romanos. Y la plasmación de estas "dignidades nobiliarias" en las Leyes de las Partidas del siglo XIII ha llegado hasta la modernidad. ¿Es normal, en el contexto de un Estado "social y democrático de Derecho" cuyos principios básicos son la libertad, la seguridad, la igualdad y el pluralismo mantener y consolidar esta obsoleta y rancia figura?.

Los agraciados por tales títulos, así rezaban los textos históricos, deben provenir de buena familia, con loables costumbres, sin mancha adquirida o heredada, útil a la causa pública y hacendados, para poder mantener la dignidad del título. ¿Nadie se indigna ante este obsceno y esperpéntico elitismo social, ante este privilegio perpetuo, mero pavoneo social para jactarse de su linaje o estirpe a modo de pura ostentación ornamental? ¿Cabe admitir que la sacralizada Constitución de 1978 de cobertura a este desatino?