la reacción mayoritaria y reiterada cada vez que ETA hace público un comunicado, o concede una entrevista, o envía una especie de nota de prensa, es calificar sus manifestaciones de insuficientes en el más benévolo de los casos.
Lo que los representantes políticos y mediáticos reclaman y lo que la sociedad vasca desea -exige- con urgencia es que digan de una vez que lo dejan, que abandonan definitivamente ese para muchos eufemismo de la lucha armada y que desaparezcan de las vidas de casi tres generaciones de vascos.
Los que deseamos saber ya cuándo y cómo se va a acabar con cincuenta años de sangre y fuego tenemos, una vez más, la impresión de que ETA vuelve a llegar tarde.
Pero es tanta la ansiedad por lograr la paz, que obviamos ese retraso con la ilusión de que "aunque sea tarde, que se acabe cuanto antes". En ese punto estamos, mientras asistimos a una insólita aceleración de ETA y su entorno que precipitan ahora lo que tenían que haber hecho mucho antes. Y lo han hecho en un contexto preelectoral, que hace muy difícil no recelar de las intenciones de esta catarata de decisiones de los presos, de Ekin y de la propia ETA.
Con base en los datos conocidos y puestos, por tanto, en la hipótesis de que estamos ante el final de ETA, la pregunta es cuándo y cómo va a producirse ese final. Y aquí es donde caben diversas interpretaciones.
Bastaría con que ETA anunciase cuanto antes y sin demasiada trompetería ni escenificación que ya ha decidido disolver definitivamente su aparato militar. Podría, incluso, advertir que mantiene provisionalmente una estructura mínima para abordar las cuestiones técnicas como el desarme.
Esa declaración debería explicitar que los responsables de la organización hacen pública su decisión de acabar para siempre con la actividad armada, que no pesa amenaza violenta de ningún tipo contra nada ni contra nadie y que, sea cual sea el curso del proceso político, ETA renuncia definitivamente a condicionarlo por medio de las armas.
Sería conveniente, además, que esa declaración, además de hacerse pública mediante comunicado, entrevista o manifiesto, quedase depositada ante algún notario internacional de prestigio.
Lo exigible, por tanto, sería prontitud y claridad. Son muchas las deudas que ETA tiene con la sociedad vasca y, a estas alturas, es lo mínimo que se le puede demandar.
La verdad es que la experiencia, lamentable experiencia histórica, hace temer que ETA no va a responder con claridad al clamor que exige su final.
Quizá sí responda pronto, dados los intensos rumores sobre inmediatas novedades, y cabe esperar repetidos golpes de efecto antes del 20-N. Pero lo probable es que continúe la ceremonia de las escenificaciones que dilatan la palabra clara y definitiva. Esta situación puede prolongarse varios meses más, y cabe preguntarse qué es lo que están esperando.
Es probable que ETA esté a la espera de mejores justificaciones para un final que disimule la sensación de derrota. Es triste, incluso patético, pero es probable.
Como probable es que tengamos que convivir con la seguridad de que el final de ETA es ya irreversible pero también con la certeza de que dilatará su disolución y especulará con la escenificación y con el juego semántico sobre el carácter definitivo de ese final.
Más allá del mínimo exigible y del realismo de lo probable, hay una serie de claves que forman parte de lo deseable ética y democráticamente.
No se trata de un planteamiento basado en la inmediatez, no es urgente, pero sí es muy importante a medio plazo. Podría resumirse en dos puntos: un reconocimiento por parte de ETA del daño causado y una revisión crítica y autocrítica del pasado que ha protagonizado.
Sea cual sea el modelo de final, esta será la deuda que le quedará por saldar con la sociedad vasca. Para afrontarla, necesitará una importante dosis de humildad para la autocrítica y un alto grado de valentía para atreverse a mirar su pasado. Una valentía mucho mayor que la precisa para disparar un tiro en la nuca o para poner un coche bomba.
Y conste que no se está hablando aquí de la demagogia que acompaña las exigencias interesadas de quienes defienden un modelo de final desordenado, bochornoso y basado en la derrota. No se está hablando de la humillación y la ignominia del vencido, sino de humildad. No se está hablando de escarnio, sino de entereza para asumir con autocrítica su pasado.