EL pico de audiencia de Supervivientes la noche en la que se dilucidaba el ganador fue alucinante. Y como no podía ser de otra manera no acabó hasta bien entrada la madrugada. No hace mucho que este tipo de esfuerzos por permanecer despierto hasta las tantas tenía su toque progre: solía coincidir con la noche de los Oscar y así. Ahora no. Vivimos en una sociedad cuya televisión es heredera de las mamachichos que hace tiempo desembarcaron de Italia y se hicieron con las ondas. Ahora, 20 años después de su llegada, el personaje mediático surgido se llama Rosa Benito. Ella es la protagonista indiscutible del verano y además tiene el firme propósito de hacerlo durar todo lo que se pueda. Bien hace. Esta mujer siempre había sido la cuñada, la mujer, la madre. Ahora se apunta a un reality y, mira por donde, aquí ha conseguido la gloria. Conozco mucha gente que se quedó hasta las dos de la madrugada para comprobar si Rosa Benito ganaba o se lo birlaba finalmente alguna lagarta tipo Sonia Monroy. Todo el mundo la quería como ganadora aunque sea por el morbo que le confería el hecho de que desconociera el accidente de José Ortega, al que por cierto no quiero ni saber qué tipo de parentesco les une. Es posible que muchos de sus conocidos también se quedaran así, como quien no quiere la cosa, a ver el final. Seguramente lo llevaran como las almorranas, en el más estricto silencio. Pero barrunto que algo está cambiando en nuestro sistema de valores televisivo. Es cuestión de tiempo que los asesores políticos comiencen a colgar sus carteles en estos espacios. No me extrañaría que en la campaña electoral, por poner dos ejemplos, acabemos de ver el cartel de Rajoy en algún cocotero, o aparezca Rubalcaba como personaje sorpresa en alguna barcaza y llevando una caja de langostinos a los concursantes. Al tiempo.
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