La inédita situación de caos geopolítico mundial que vivimos abre numerosas incertezas e incertidumbres y trae aparejadas toda una serie de derivadas diplomáticas, políticas, sociales, económicas y medioambientales de enorme repercusión. Vivimos en un entorno internacional inestable, de incertidumbre permanente y donde el necesario ejercicio de prospección, clave para fijar estrategias sociales, institucionales o empresariales es cada más complejo e impredecible.

Por todo ello resulta imprescindible tratar de revitalizar el multilateralismo. Y también hay que resetear y reforzar el espíritu, impulso y vitalidad de un renovado consenso mundial en torno a la defensa de los derechos humanos. Hoy, 10 de diciembre, se cumple el 75º aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Aquella Resolución 217 A (III) cambió el mundo, aunque no tanto como deseaban entonces y como queremos ahora.

Han pasado 75 años, y aquel sueño de la humanidad, tras el sufrimiento de la II Guerra Mundial, sigue más vigente que nunca. El sistema internacional de derechos humanos se creó como modelo para prevenir conflictos y lograr la paz. Los derechos humanos tienen un poder preventivo y son fundamentales para abordar las causas y repercusiones de las crisis complejas, y para construir sociedades sostenibles, seguras y pacíficas.

¿Existe una teoría de las relaciones internacionales que pueda aportar cierto rumbo y sentido a un mundo tan caótico e incierto como el que nos está tocando vivir? ¿Cómo gestionar, entre otras situaciones conflictivas que emergen en las relaciones entre Estados en el mundo, las crisis derivadas de la guerra en Ucrania y la proclamada guerra de Israel contra Hamas en Oriente próximo? ¿Cómo será el mundo del mañana? ¿Cómo definir unas líneas de reflexión estratégica que dibujen, a modo de brújula social, qué camino seguir? No conocemos qué ocurrirá, tan solo sabemos que ese futuro no se parecerá al presente.

Dos de los principales problemas a los que nos enfrentamos derivan, por un lado, de la inexistencia de unas reglas internacionales capaces de atender a los retos derivados de un contexto geopolítico mundial presidido por el conflicto permanente y por la ausencia de un equilibrio global; y por otro, topamos con la inexistencia de un liderazgo mundial compartido. De hecho, las reglas de instituciones internacionales multilaterales como la ONU o la OMC son definidas por las grandes potencias en función de sus propios intereses. Esas mismas grandes potencias ignoran la legalidad (y los escrúpulos) cuando consideran que están en juego sus intereses vitales.

Los Estados están de facto compitiendo entre sí (de forma comercial e incluso bélicamente) cuando en realidad la clave en tiempos tan complejos radica en cooperar. Esta tendencia se agudiza en la dimensión geopolítica global por el hecho de que el mundo vive momentos de gran debilidad institucional.

Las instituciones que refundaron las relaciones internacionales en 1945 experimentan hoy día un serio declive en su auctoritas mundial, y ello les impide abanderar ese necesario liderazgo supranacional. En este contexto, y tal y como ha descrito el politólogo americano John J. Mearsheimer, emerge con fuerza la teoría del “realismo”, conforme a la cual los Estados coexisten en un mundo desprovisto de una autoridad suprema capaz de proteger a los unos de los otros a través de lógicas defensivas.

Se nos olvida pronto que, comparados con la guerra, todos los demás problemas son secundarios: lo han puesto en práctica históricamente mandatarios de muchos Estados y lo siguen haciendo en la actualidad, siempre aderezados de propaganda patriótica, buscando el apoyo, la adhesión inquebrantable y acrítica de la población, lo cual les permite centralizar el poder, censurar la prensa e ignorar los derechos fundamentales.

La política internacional muestra con demasiada frecuencia la existencia de diferentes varas de medir al evaluar y resolver situaciones análogas. También con demasiada frivolidad tendemos a construir maniqueísmos simplistas para poner etiquetas y asignar los papeles de buenos y malos, de héroes y villanos, ante conflictos interterritoriales cuya complejidad exige mayor rigor de observación y de análisis. Frente a la barbarie y la hipocresía diplomática tan solo cabe reivindicar alto y claro la defensa de los Derechos Humanos de forma universal e incondicional.