Me dispongo a escribir sobre los procesos de negociación presupuestaria de las instituciones vascas y siento que gran parte de lo que sale de mi teclado se me hace muy familiar. Mosqueado, acudo al blog donde almaceno mis colaboraciones periodísticas y anoto la palabra presupuestos en su buscador. Efectivamente, hace cinco años dediqué ya una columna a esta cuestión. Me deja además pasmado comprobar que, transcurrido todo ese tiempo, haya escrito frases casi idénticas, como si hubiera memorizado aquel texto a la manera en la que nuestros abuelos memorizaban muchas estrofas de afamados bertsolaris. Las borro y empiezo de nuevo, no sea que alguien me acuse de autoplagio. Decido, eso sí, mantener la materia de reflexión.

Afirmaba yo en 2020 que en este tipo de procesos las cosas se hacían alterando la que debería ser secuencia lógica. Esto es, que los partidos fijaban previamente su postura en función de sus intereses políticos y posteriormente llenaban el saco de los argumentos para explicar el apoyo o rechazo a los presupuestos. No me basaba únicamente en sospechas, sino en vivencias propias un tanto surrealistas de hace más de dos décadas. Poco o nada ha cambiado desde entonces. Aclaremos que la reflexión vale también para los gobiernos, cuyos cálculos políticos en torno a la cuestión son muchas veces similares.

Solo así se entiende que un partido juzgue como inadmisible lo que en otro territorio le parece razonable; y viceversa. O que hable con dignidad escenificada de unas líneas rojas que ya han traspasado frecuentemente. O que introduzca enmiendas con partidas que sabe que son de imposible ejecución en el ejercicio. Pero también que los gobiernos acepten gustosamente modificaciones que previamente han rechazado a otros. Definitivamente, nos invade de nuevo la sensación de que en los debates presupuestarios, las cuentas en sí tienen el peso que tienen. Más bien poco.