Están los mandamases de EEUU atareados deportando a un montón de gente a las aterradoras cárceles de El Salvador. Ciertamente, debemos reconocer que la cuestión es la que menos críticas levanta entre la ciudadanía, a diferencia de otras que sí enojan a las gentes del país. Pero ello no es óbice para que incluso opinantes conservadores alcen la voz ante múltiples errores administrativos, así los llaman, que han acabado por llevar al país centroamericano a personas que estaban en EEUU en situación legal y sin ninguna tacha en su comportamiento. Lo que es peor, explica el gobierno que ahora no tiene la potestad de liberarlos, porque están en una cárcel extranjera.
Se ha atribuido el gobierno de Trump la autoridad de deportar –o no dejar entrar al país– a las personas, basándose en los tatuajes que llevan. Lo cual me crea un problema porque, ante mi próximo viaje a Idaho, temo que descubran que llevo dos tatuajes, uno en cada tobillo. En efecto, tengo tallado en uno de ellos un txantxiku, como buen oñatiarra que soy; y un pelotari en el otro. Me dicen que no debo temer nada, pero ignoran quienes me tranquilizan que mi tercer reto era el escudo de la Real donde, como se sabe, figura una corona.
El tema no es baladí, porque uno de los deportados al país de Nayib Bukele lo ha sido por llevar un tatuaje con el escudo, también coronado, del Real Madrid. Dedujeron los aguerridos desterradores que dicha aureola representaba a una pandilla de atracadores. Maldita confusión, pensaría la víctima de tal injusticia, aunque tampoco le vendría mal saber que aquí por estos lares no se nos hace extraña tal descripción del club de Florentino: pandilla de atracadores, curiosa coincidencia. Uno no desea el mal a nadie, pero tengo para mí que si a muchos árbitros les diera por viajar a EEUU, les encontrarían el escudo merengue tatuado en alguna parte muy escondida de su cuerpo. Hay quien opina que su castigo sería una suerte de justicia poética, pero yo no creo ser tan mala persona.