Se celebró el lunes el día de San Martín de Tours y supongo que, cuando menos durante un rato, todos nosotros nos acordaríamos de los cerdos, aunque solo fuera para repetir el manido refrán, citado ya por Cervantes en la segunda parte de El Quijote. Me encuentro en la casa de los Agustinos de Oñati con el historiador José Antonio Azpiazu y nos ponemos a repasar su reciente libro sobre el protagonismo del cerdo en la historia de los vascos. Ciertamente, con sus monográficos acerca de temática tan variada como la pelota, los naipes, las apuestas, los esclavos, los mares y un largo etcétera, está habituándonos este hombre a lecturas muy instructivas.
Afirma Azpiazu que es el cerdo un animal injustamente despreciado, ignorado por muchos historiadores a pesar de su importancia, y con un descrédito del que nunca consigue desprenderse del todo. Todo ello hasta el día de la matanza, cuando, paradójicamente, el vilipendio deviene en apología. A partir de tal aseveración, el libro nos ofrece un bello repaso de la importancia del puerco en nuestra historia; estudio en el que se combinan, entre otros, aspectos literarios, religiosos, médicos y antropológicos. Todo ello con la maestría habitual con la que el autor recurre a innumerables fuentes documentales.
Pero volvamos a la matanza, que es lo que ahora nos interesa. Recoge el libro el testimonio de nuestro osaba Joxe Mari Irazabal, que hasta hace poco llegó a matar más de cien cerdos por año. Decenas de txerri-bodas (¡qué nombre tan apropiado!) que ya no se celebran. Y es que el cerdo cumple (ha cumplido) una gran labor de socialización en nuestras familias, en nuestros barrios, en nuestros pueblos. Nos embarga la melancolía ante un mundo que, también en esto, se desvanece ante nosotros. Afortunadamente, aún podemos disfrutar del cerdo y sus viandas; pero no es lo mismo. Además, tal y como va la cosa, ahora que casi todo lo que hacemos lo hacemos mal, en el futuro tal vez deberemos jamarlo en la clandestinidad. Quién sabe.